El cierre de las Cortes no ha podido evitar que el decreto de ahorro energético con que el Gobierno quiso cerrar el curso político se vea envuelto en un debate que exigía diálogo y rigor.

Sin posibilidad de discusión, sin negociaciones previas con las diferentes fuerzas políticas, sin consultar a los órganos autonómicos y municipales encargados de aplicarlo, sin dar voz a los sectores más afectados, especialmente los comercios, y sin margen para introducir modificaciones y excepciones, el decreto del Ejecutivo no solo invade competencias que le son ajenas, sino que podría atentar contra derechos fundamentales, como ya sucedió con los decretos del estado de alarma contra los que falló el Tribunal Constitucional.

La cogobernanza vuelve a ser la excusa y la herramienta para la imposición de un catálogo de obligaciones y sanciones que –incluso partiendo de criterios de responsabilidad, solidaridad y austeridad, poco habituales en la acción política del Ejecutivo– han de entenderse como parte de la estrategia de improvisación y confrontación con que el Gobierno ha actuado a lo largo de una legislatura en la que sus injerencias en el ámbito autonómico y el sector privado, cuando no en la esfera de los derechos individuales, han terminado por volverse en su contra y, más aún, en la de los sectores a los que decía socorrer.

Que la vigencia de este decreto se prolongue hasta octubre de 2023, cuando, de agotarse la legislatura, comenzaría la campaña de las elecciones generales, no hace sino añadir dudas sobre la oportunidad y el oportunismo de esta norma, cuyo periodo de aplicación no se corresponde con la incertidumbre de la crisis que trata de paliar.

La utilización partidista y frentista de una situación tan grave como la provocada por la amenaza rusa en el campo de la energía, de la que son víctimas todos los países de la Unión Europea, no ha tardado en desvelar la instrumentalización que el Ejecutivo hace de esta.

Frente al buenismo del Gobierno, supuesto modelo de contención y previsión, se sitúan las críticas vertidas contra su enésimo decreto de obligado cumplimiento, presentadas por Ferraz y la Moncloa como una exhibición del carácter reaccionario y antieuropeo de la derecha.

Cuando es el lendakari el que rechaza aplicar las restricciones dictadas por el equipo de Teresa Ribera, en cambio, todo es negociable y entra dentro de la cordialidad que define la cogobernanza. Cuando es la alcaldesa socialista de Toledo la que anuncia que su ciudad tampoco se apaga, como Madrid, ningún miembro del Gobierno le acusa de insumisa y la amenaza con llevarla a los tribunales.

Cuando los empresarios del comercio y la hostelería protestan por los apagones, ingresan en la lista negra de los señores que fuman puros y a los que señala Pedro Sánchez como conspiradores. Cuando los particulares se quejan de la intromisión del Gobierno en el ámbito doméstico, ya condicionado por la inflación, lo que falla es la comunicación y lo que falta es pedagogía.

Nadie discute la necesidad de aplicar medidas de ahorro antes de que Moscú cierre el grifo del gas, pero sí la manera de racionalizarlas y adaptarlas a la realidad económica de cada país, muy distinta en función de temperaturas y hábitos de consumo.

«¿Qué estarán pensando los alemanes de que estemos peleándonos por eso?», se preguntaba ayer de forma retórica Patxi López, que mientras atacaba al PP se olvidó de reflexionar sobre lo que pensaron los alemanes, a los que el Gobierno trata ahora de desagraviar, cuando Teresa Ribera los acusó hace apenas unos días de no hacer los deberes en materia energética.

Hacer los deberes consiste en ser riguroso y responsable, con Europa y con la economía española.

ABC