Una era está llegando su irremisible final y nosotros somos testigos directos de la caída de los últimos resquicios del ideal cristiano por el que se han regido los mejores guerreros de occidente. La disolución de España en el fatal 98 fue el preludio de que la herejía protestante había roto el cerco del catolicismo y el terrible concilio vaticano segundo la caída final de la autoridad pontificia sobre la moral europea. “Dios ha muerto” sentenció el filósofo prusiano, preconizando así el principio del fin de la civilización nacida en las colonias de la antigua Jonia oriental.

A nosotros nos ha tocado quizá la peor parte en la derrota sumidos en una España que no es ni la caricatura de lo que fue y que aun se llama España por algún siniestro azar que ya no puede si quiera sostener la falacia de llamar nación a lo que hace tiempo dejo de serlo.

La herejía protestante terminó por arrastrarnos a su círculo de miseria materialista el día que chaquetearon los malnacidos que decidieron renunciar a la herencia de sus padres por vergüenza a ser juzgados por protestantes y masones, dilapidando así la esencia hispana que a tantos costó la vida por lealtad. Debemos aceptar que España como nosotros la entendemos ya no existe, que se vendió a si misma cegada por las promesas de modernidad y que las ordenanzas de nuestra fe son seguidas por una minoría exigua que cada día cuenta y contará con menos devotos.

Ante el final nada podemos hacer. Los ancianos se quejan de que la juventud ha relativizado sus ideales hasta caer en un materialismo absurdo, pero lo cierto es que nunca ha sido más deprimente ser joven que en los tiempos que corren: sin un país y una causa sagrada que defender no pueden nacer guerreros que disuelvan su ego en la metafísica de una causa más elevada y en ese individualismo endémico lo corriente es deprimirse hasta terminar enfermo: abuso se alcohol, drogas, estruendo o bien someterse a doctrina equivocadas como sustituto de la tradición: Feminismo, veganismo, paganismo…. En realidad son todos revulsivos análogos al existencialismo como sustituto de la unidad que por encima de todo anhela su espíritu.

Pero ante las ruinas siempre pueden adoptarse varias posiciones, o bien se adopta una posición suicida ante una inevitable realidad –lo que en la nuestra supone arruinarse a multas– se acepta el final de las cosas sin lloros ni lamentos que lo propio de la gente de nuestro estilo.

La fe implica aceptar con gratitud la voluntad impuesta desde lo alto y la circunstancias nos advierten que las cosas deben morir para luego volver a nacer en otra forma; pero lo que nos debe quedar claro es que el hombre por voluntad divina nace con capacidad cognoscitiva para percibir la justicia de los dioses –lo que en San Agustín propuso como la teoría de la iluminación– y más tarde o más temprano se despierta en el alma la verdad que todos poseemos por naturaleza. Por eso no hay que tener miedo a las diabluras de la posmodernidad ni a las locuras del liberalismo. Dios está con nosotros y ese dogma de fe en suficiente para mantenerse en pie.

La cruda realidad es que ningún partido político ni campaña electoral será capaz de acercar esa verdad a la población hasta que las cosas caigan por su propio peso, y ese día en el que todo estalle por las miseria ideológica de esta epocalidad será el momento de los que se mantuvieron serenos y preservaron sus ideales en pequeños reductos de conocimiento y salvación, cual ya hiciesen los pequeños monasterios tras la caída del imperio romano; y eso es lo que a nosotros nos toca en el momento actual: alejarnos de toda pugna por el poder político y moral y forjar estrechos círculos intelectuales y de amistad con la sagrada misión de preservar nuestros ideales para los venideros como si en ello viésemos nuestro particular Santo Grial.

Carlos Ferrández López ( El Correo de España )