
Desde el comienzo de la pandemia, hemos ido caminando por un extraño camino en donde, al comienzo, el Gobierno reclamaba para sí todas las competencias del estado de alarma (declarado mediante el RD 463/2020), pasando por una delegación prácticamente completa a las CCAA (segundo estado de alarma, mediante RD 926/2020) y finalizando por un “yo no quiero saber nada de esto” (que es donde nos encontramos ahora).
Desde el 9 de mayo no hay estado de alarma y, en consecuencia, no se pueden imponer medidas restrictivas de los derechos fundamentales (sin previa autorización de los jueces) entre las que destacan las relativas a la libertad de circulación y la libertad de reunión.
Con el primer estado de alarma, el Gobierno (y los Ministros que tenían la consideración de autoridades delegadas del mismo) se hartaron de dictar normas de todos los rangos, en una absurda pretensión por volver a regular todo. Nos inundaron de disposiciones en un afán desmesurado por tener las riendas, creando “burbujas” de normas especialmente diseñadas para el estado de alarma que no llegaban a derogar las existentes, sino a convivir con ellas en un extraño sistema de mundos jurídicos paralelos.
Durante este primer estado de alarma regían las disposiciones dictadas al amparo del mismo, pero tan pronto como terminó desaparecieron del mundo jurídico (como las burbujas) y volvieron a regir las restantes normas que habían sido desplazadas temporalmente.[1] Con este panorama entramos en el verano e inauguramos la llamada “segunda ola” de la pandemia que nos devolvió a una situación de contagios y fallecimientos muy semejantes a los de la primera ola.
El denominado “Plan de desescalada” (puesto en marcha durante el primer estado de alarma) no funcionó, y el Gobierno se vio obligado a acordar un nuevo estado de alarma (RD 926/2021, de 25 de octubre) de contenido diametralmente opuesto al primero, porque delegaba todas las competencias en las CCAA.
Dicho de otro modo, abdicó de su responsabilidad como Gobierno trasladando a las CCAA la competencia para decidir las medidas para la contención de la pandemia. Con ello, no sólo volvió la burbuja que antes mencionaba, sino que se multiplicaron las burbujas por 17 (o 19 contando con Ceuta y Melilla), colocando al ciudadano en una estrepitosa situación de incertidumbre jurídica.
Las disposiciones cambiaban de un día para otro y eran diferentes en todas las CCAA, haciendo de nuestro territorio una especie de “campo de minas” en donde nadie sabía si podía caminar tranquilamente sin estallar (o sea, infringir una limitación). Y si malo (pero legal) era el estado de alarma anterior, peor fue este segundo que, para colmo tuvo una prórroga, absolutamente improcedente, a mi juicio, de nada menos que seis meses.
Es decir, el Gobierno entró en zona de legalidad dudosa y colocó a los ciudadanos ante un auténtico rompecabezas de normas dispersas, (todas ellas calificables como “burbujas” de efímera duración) quebrando uno de los pilares fundamentales del Derecho como es la seguridad jurídica (reconocido como tal por el art. 9.3 de nuestra Constitución).
Y como no hay situación, por mala que sea, que no pueda empeorar, ahora nos encontramos ante lo que no dudo en calificar como un auténtico disparate jurídico, puesto que, sin previo estado de alarma alguno, se deja en manos de los jueces (TSJ Y TS) decidir si una determinada medida -tomada por una Comunidad Autónoma- es “adecuada” o no.
Es decir, no estamos ante un “juicio de legalidad” sino de oportunidad, al tener que ponderarse la medida con la situación que trata de remediar. Aquí es donde el Gobierno se ha pasado claramente de frenada, porque los Tribunales de Justicia no están para eso, al carecer de conocimientos ni “asesores científicos” sobre la materia
¿Cómo va a saber un juez, ante un eventual “toque de queda” que es más correcto imponerlo a las 12 o a las 10 de la noche? Situación completamente absurda a la que nuestro Tribunal Constitucional debería poner remedio de forma inmediata, despertándose, de una vez de la larga siesta en la que se encuentra sumido.
Y es que los jueces se encuentran sometidos a la prohibición del “non liquet” (literalmente, «no está claro» en latín), que tiene lugar cuando un órgano jurisdiccional no puede responder a la cuestión controvertida por no encontrar solución para el caso, o bien por no haber norma directamente aplicable.
Para ello se parte del dogma de que el ordenamiento jurídico es pleno, por lo que, utilizando las herramientas interpretativas adecuadas, el juzgador siempre puede encontrar una solución. Así se impone en el art. 1.7 de nuestro Código Civil en donde se establece que “los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido”.
Sin embargo ¿cómo se aplica esto cuando lo que tiene que enjuiciar el juez es una decisión puramente discrecional que, para colmo, depende de criterios científicos que la propia decisión no incorpora? Si no resuelve infringe el “non liquet” y si resuelve se encuentra ante el dilema de tener que justificar su decisión sobre criterios científicos que desconoce. Por tanto, se encuentra ante un auténtico dilema que complica más las cosas lejos de resolverlas.
El Gobierno ha rehusado gobernar y tomar decisiones (como pueda ser un nuevo estado de alarma) que sólo a él le competen, por la sencilla razón de que no está dispuesto a asumir las responsabilidades que ello comporta.
Ya es hora de que se note para qué sirve este elefantiásico Gobierno en donde sobran Ministros, Secretarios de Estado y sobre todo, asesores de confianza de cuya competencia o incompetencia nada se sabe. Ya está bien de la total ausencia de transparencia con la que se está actuando desde el comienzo de la pandemia, y ya está bien de echar balones fuera (primero a las CCAA y luego a los jueces) rehusando medidas que tendrían que ser tomadas por el Gobierno.
El Derecho tiene horror al vacío (el “horror vacui” del que nos hablan todos los textos clásicos) y eso es lo que ahora propone el Gobierno, creando un inmenso agujero en la capa de ozono de nuestro Ordenamiento jurídico al dar la vuelta a las cosas. Porque, como decía Paul Valery, la conciencia tiene horror al vacío y todo lo que ello representa (porque es algo así como el no-ser de las cosas) sin que con ello pretenda entrar en este problema secular que preocupa tanto a filósofos como a físicos.
Y ello, insisto, porque los jueces no están para gobernar ni tomar medidas de “oportunidad” sino tan solo para enjuiciar las medidas que tomen los poderes públicos bajo el estricto prisma de la legalidad o conformidad a Derecho. Eso es todo. Alterar esta regla es derrumbar los cimientos mismos del Estado de Derecho en donde cada uno de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) tiene una misión concreta, sin que ninguno de ellos pueda ursurpar la función de los otros.
Es el rehúse a gobernar y el rehúse al Estado de Derecho mismo lo que ahora tenemos encima y frente a lo cual yo me rebelo, como jurista y como ciudadano, porque nos ha costado mucho llegar hasta aquí. Y es que, como decía el maestro Ihering, “el pueblo que no lucha por su Derecho, no merece tenerlo”, de modo que cada uno se aplique la lección como mejor sepa y pueda.
Con esta “copla” me quedo, que no está el patio como para andar jugando con fuego (que luego alguien puede salir chamuscado). De modo que con mi habitual sonrisa etrusca -hoy en forma de mueca- me despido de todos volviendo a recordar que una cosa no es justa por el hecho de ser ley, sino que debe ser ley porque es justa (Secondat dixit).
José Luis Villar ( El Correo de España )