
Cary Grant llevaba sombrero solo cuando quería.
En los años cuarenta del siglo pasado, un comerciante de la madrileña calle de la Montera hizo fortuna con un sorprendente y sencillo eslogan: “Los rojos no usaban sombrero”. El anuncio caló y los clientes se agolparon a las puertas de su tienda para adquirir la distinguida prenda varonil. Embutir la cabeza en un chapeo de fieltro por las calles de la capital significaba pertenecer a la Patria victoriosa y decente, nada que ver con la derrotada y antiespañola República, repleta de comunistas, masones, anarquistas o matacuras. Sin embargo, el mensaje del avispado vendedor contenía un grave error: los rojos también se cubrían la cabeza cuando tenían frío, les llamaban a filas o, simplemente, les apetecía: de Azaña a Machado, pasando por Líster o El campesino.
Quizás es porque ya somos algo más diversos, y un asexuado monigote (al que nadie le ha preguntado nunca por sus preferencias) simboliza mejor a la ciudadanía que dos mujeres dándose la mano, porque dejan fuera de su representación a los varones con barriga, los ancianos con bastón, los que portan turbante o las féminas que se rapan el pelo y se encajan unos tejanos ajustados.
Cuando se gastan 21.747 euros en cambiar muñecos, aunque sea con la mejor intención, hay que pensar antes en los lugares donde se carece de semáforos. Los vecinos lo esperan, mientras observan con envidia las calles que sí disponen de ellos, aunque incluyan la representación de un hombre o de una mujer, y desconozcan sus tendencias sexuales. Ni les importa.
Vicente G. Olaya ( El País )