CERDOS DE EPICURO

Es el deseo de hombres y mujeres tan distinto? ¿Tanto como para asentar una guerra sin tregua? ¿Tanto como para que en esa guerra todo deba ser victoria o derrota, dinámica maldita de sierva y amo? De eso habla el Manifesto de las 100 mujeres que en Francia plantaban anteayer cara a la corrección política del americano me too («yo también»), que, en la traslación más combativa de sus homónimas francesas -balance ton porc- llama a las mujeres a «deshacerse de sus cerdos».

Poco se puede añadir a lo que Catherine DeneuveÉlizabeth LévyCathérine Millet y las otras noventa y siete firmantes analizan, con sobriedad que se agradece en medio de este arrebato emocional en cuyo vendaval crímenes y groserías son amalgamados y en el cual la visión del magistral Manhattan de Woody Allen es igualada a la práctica de un descuartizamiento pedófilo.

«La violación -escriben las 100- es un crimen. Pero el ligue, aun insistente o torpe, no es un delito… Es propio al puritanismo utilizar, en nombre de un pretendido bien general, argumentos de protección y emancipación de las mujeres para mejor encadenarlas al estatuto de eternas víctimas, de pobres cositas codiciadas por demonios falócratas… Esta fiebre de enviar a los cerdos al matadero, lejos de ayudar a las mujeres a autonomizarse, sirve en realidad a los enemigos de la libertad, a los extremistas religiosos, a los peores reaccionarios y a aquellos que apoyan, en nombre de una concepción substancial del bien y la moral, una ola purificatoria», bajo la cual «el clima de una sociedad totalitaria» se instala.

«Deshazte de tu cerdo» es una consigna, a poco que se mire, extraña. ¿Por qué cerdo? ¿Qué habrá hecho el pobre animal para que lo defenestren? Nada, por supuesto. No es el cerdo, sino la palabra «cerdo» la culpable. Culpable de ser metáfora. La sobriedad del me too anglosajón no cuadra con las retóricas de nuestro continente. Que son verbalmente más agresivas. Y más culturalistas, si es posible.

La asimilación metafórica del cerdo con algo moralmente indigno proviene -sépanlo o no las modernísimas de ahora- del odio meapilas contra los sabios epicúreos romanos. Horacio había cifrado la clave de la buena vida en la broma con la que invita a un amigo a visitarlo: «Cuando desees reírte, ven a verme. Me hallarás gordo y reluciente por lo mucho que cuido mi persona. Como, en una palabra, corresponde a un cerdito de la piara de Epicuro». Amistosa guasa aparte, la carta es inequívoca sobre lo que por «cerdo epicúreo» entiende un poeta de hace veintiún siglos: «sabiduría, talento, buena conversación, gloria, salud desbordante y esa dulce existencia que asegura una fortuna honrada». Demoníaco, en suma, para los profetas de la desdicha.

Despeñar a los «cerdos epicúreos» es un viejo deporte de clérigos sombríos. Que ahora son clérigas. Es un grandísimo avance. Ciertamente.

Gabriel Albioc ( ABC )