EL ERROR DE FORZAR A LA JUSTICIA

La confusión vivida en las últimas semanas con la Sala Tercera del Tribunal Supremo a cuenta de su resolución sobre las hipotecas, y del desprestigio público y notorio que está afectando de manera irreversible al Alto Tribunal, están empezando a tener consecuencias sobrevenidas.

De manera abrupta y carente de sentido, el independentismo, con un discurso que ya comparten tanto la izquierda populista como el Gobierno, pretende extender deliberadamente la mancha de una supuesta falta de legitimación sobre todo el Tribunal Supremo. Especialmente, sobre la Sala de lo Penal, ajena por completo a las contradicciones conocidas de la Sala de lo Contencioso y su doctrina hipotecaria, y encargada de juzgar en los próximos meses a los procesados por rebelión en Cataluña.

Se trata de divulgar la idea de que una supuesta inhabilitación moral de los magistrados de lo Contencioso, por falta de imparcialidad y credibilidad, debe hacerse extensiva a los magistrados de lo Penal, de modo que a los ojos de la opinión pública el Supremo no sería sino un órgano político controlado por la derecha judicial, incapaz de dictar una sentencia justa sobre los líderes separatistas.

Al Gobierno no le interesaba en absoluto un fallo judicial que obligase a la banca, y a las Haciendas autonómicas, a sufragar el coste retroactivo del ya famoso impuesto hipotecario. Sin embargo, sí le conviene aprovechar la estela de la desoladora imagen que ha ofrecido la Sala Tercera para promover un efecto contagio dibujado con brocha gorda, e interés político, que afecte también al proceso penal sobre el conflicto de Cataluña.

El Gobierno tenía que poner en cuestión además la credibilidad pública de todo el Supremo, extendiendo de forma genérica y sin más fundamento que el rédito político, la sombra de sospecha sobre un Tribunal dividido y carente de imparcialidad en todas y cada una de sus cinco Salas. Todo en un mismo saco. Todo, en un totum revolutum que permita justificar una urgente renovación del Consejo General del Poder Judicial y, por ende, el inmediato relevo de Carlos Lesmes de la presidencia del Tribunal Supremo en diciembre.

En todo Gobierno hay un ardor mesiánico que justifica la tentación de poner orden en una Justicia indolente, contradictoria y generadora de incertidumbre en la opinión pública. Esa tentación del Ejecutivo por controlar al Poder Judicial es evidente, y si una decisión judicial conflictiva y demoledora para la imagen del Tribunal facilita la oportunidad de un Gobierno para intentarlo, el argumento está construido.

Y si aun así no fuera posible, la táctica es sencilla: denostar al poder judicial y arrastrar su imagen por el barro hasta sustituir a su cúpula institucional por la vía de los hechos consumados. Es lo que ha intentado Pedro Sánchez con su decreto hipotecario, con el sibilino añadido de extender el desprestigio hasta todo el Tribunal.

Así, el Gobierno aparece como remedio necesario y promotor de una solución realista frente a un poder judicial inerme, dividido, y envuelto en luchas intestinas, ideológicas y de egos que conviene erradicar. De este modo se transmite a la opinión pública la idea de que la legitimidad real sobre cualquier estructura del Estado corresponde al poder ejecutivo, en este caso frente a un poder judicial incapaz y debilitado al que se castiga por no ser independiente. Ese ha sido el error de la Sala Tercera y el aparente éxito político de la maniobra de Sánchez.

El riesgo, no obstante, es infravalorar la capacidad del estamento judicial, sea renovado o no, por reivindicar su autonomía y poder real. La Sala Penal no es la Sala de lo Contencioso, y el Supremo no es una institución inservible. Sería ingenuo que el Gobierno infravalorase la separación de poderes, forzase las costuras de nuestro sistema judicial, y convirtiese a la «sala hipotecaria» en paradigma de lo que ocurre en otras Salas. No es así en absoluto.

Manuel Marin ( ABC )