Todos los hombres sabios, cuando han escrito sobre las causas de las cosas, no sólo han recogido las para ellos verdaderas, también las que en su seno llevaban simiente de imaginación y de belleza. Es cierto que nuestra civilización está atravesando una mala época, un momento de caos moral, de relevo de símbolos y tradiciones.

Y si queremos analizar un hecho tan confuso y amenazador para la humanidad libre no es suficiente señalar una sola causa; es preciso señalar varias, máxime cuando son múltiples las verdaderas.

La gran crisis -moral, social, económica y política- que atravesamos, el secuestro de la libertad ciudadana, el abuso y la traición que han traído los políticos de la transición en alianza con los poderes fácticos, se pretende ocultar mediante un pacto de silencio partidocrático. Todo está atado, bien atado, ante un pueblo soberano convertido en convidado de piedra.

Para los políticos de la transición, los españoles hemos jugado el papel de meretrices y, además, a mayor ultraje, les hemos pagado la cama. Y la mayoría de esos españoles, cada vez con más deshonor a cuestas, aún les siguen votando. Y lo peor de todo consiste en que resulta una pérdida de tiempo intentar explicar a esa mayoría de españoles que ellos son los culpables.

Hubo un tiempo en que los hombres libres debían vivir luciendo la camisa limpia que manos femeninas les preparaban con abnegación y cariño. Y debían lucirla simbólicamente frente al horizonte, y frente al viento y al sol restaurador.

No como hoy parece ser costumbre, que ni hay camisas limpias ni están bien vistas las mujeres que las preparan ni los hombres que las visten, porque en la plaza del mercado nadie entiende de parábolas ni de simbolismos, y sólo se exhiben los mafiosos rosas y sus amos plutócratas ofreciendo su perversión ante unos ciudadanos que contemplan inertes la abyección desde el lugar donde el sol más calienta. Ítem más: sin importarles que sus hijos y nietos -incluidos bebés- sean sodomizados en escuelas y guarderías por los educadores pedófilos oficiales.

Pero, hoy, la sociedad occidental, después de la SGM, después de la Francia de los sesenta y de la guerra del Vietnam, después de los persistentes y salvajes ataques terroristas sufridos en su suelo, vomita cualquier estructura colectiva, no sabe qué pensar ni qué hacer con el orden capitalista y con el marxismo cultural omnipresentes, lo mismo que con la doctrina católica y su arquitectura eclesial, en retirada.

Sólo creen en el consumismo, porque unos y otros grupos de poder, con su abandono o con su destrucción de los códigos de valores, de los principios tradicionales, han conseguido convencerles de su esclavitud.

Estos hombres y mujeres de Occidente son hedonistas que van con el que temen, en este caso los poderes fácticos, los incendiarios. Creen que inclinándose bajo el yugo del terror liberticida, huérfanos como están de rebeldía, asfixiados por su propia bajeza, polinizados por la ideología satánica, podrán vivir en la paz voluptuosa del consumo, sin conciencia aún de que las hordas vesánicas son inagotables en su afán destructor. No tienen razón objetiva para no creer en nada, pero el estómago, en la mayoría de nuestro prójimo, es más fuerte que el corazón. Y el estómago es vil.

El caso es que en Occidente atravesamos una época de crisis, es decir, de evolución, de transformación. Cristo, y con él su espíritu, y con él el humanismo, se hallan en retirada o ya han desaparecido. El modelo no es ahora Platón, ni otros como él, descubridores o mensajeros del alma humana. El modelo es ahora un dios relativista, erigido por un concepto falaz de la razón, por una idea tenebrosa de la ciencia, por una noción estúpida de la tecnología.

Los poderes fácticos, esos monitores de carne y hueso que pergeñan la sociedad a su antojo y nos manipulan desde la sombra, tratan de acabar con nuestras raíces de seres humanos, es decir, de personas con dignidad y arbitrio. Y aparte de negarnos nuestra naturaleza social y religiosa, nuestro pan espiritual, degradando los aspectos políticos y económicos y dirigiéndonos hacia unas formas de vida opuestas a la vida moral, trazan la imagen del hombre solo y perdido sobre la tierra, sin ayuda del cielo, inerme y condenado a sus propios recursos, como las bestias.

Es volver a la tiranía del más fuerte entre la masa pululante de no-muertos, vaciado el Estado de leyes en defensa de unas marionetas que aceptan ser humilladas. De una muchedumbre esclava de sus bajas pasiones, que pulula espectral por callejones y avenidas, y bien controlada por los desmanes del Estado Global, firme en sus prerrogativas totalitarias y, últimamente, en su criminal gestión de la pandemia.

La plutocracia globalista sabe que el temor suele nacer la mayoría de las veces de la ignorancia; no comprendemos lo que nos sobrecoge y eso aumenta nuestra angustia. Y sabe también que, así mismo, ese temor nace de la pobreza de ánimo. Pobres de espíritu e ignorantes, así ha trazado el NOM el alma de las multitudes para esta época crítica.

Pocos ciudadanos hemos visto durante estos meses de amenaza vírica dispuestos a vender su sangre y su vida bien cara, ante quienes intentan arrancárselas. Si esto hubiera sido así, si la mayoría hubiera considerado y juzgado el peligro con objetividad y criterio, en lugar de sentirse amedrentados, hoy habría más almas y más cuerpos salvados, pues al valor no se le ataca fácilmente y se persigue mejor y con más saña a los atemorizados.

Sí hemos visto, por el contrario, a una cohorte de funcionarios -incluidos los médicos- de la misma ralea que sus jefes, tan sumisos a la ilegalidad como ellos, que no sienten reparos en maltratar al ciudadano indefenso mientras hacen la vista gorda con los hampones.

Los ejércitos, casi siempre accesibles ante los caprichos de los falsos demócratas, se hallan renuentes en estos tiempos a rebelarse contra ellos, a pesar de los atropellos diarios a la legalidad que éstos llevan a cabo. Y esa disciplina suele sustentarse en un hipócrita respeto a la correspondiente Constitución de los Estados, respeto que la casta política no sólo nunca guarda, sino que permanentemente pisotea.

Antes de la llegada del Covid-19 los espíritus libres aún mantenían su fe en las FFAA y en la Policía Nacional, pero ahora saben que estaban equivocados, porque han comprobado que entre sus miembros hay más de uno y más de dos y más de mil que no les importa exponerse a la vergüenza, pues es de veras vergonzoso para un soldado hacer guardia vigilando mascarillas o junto a las dachas de quienes se han hartado de menospreciarlos.

La Iglesia, con su habilidad histórica para adaptarse a las contingencias del poder terrenal, ha elegido, ya desde los tiempos de los obispos de la «liberación», como en tantísimas ocasiones anteriores, viajar en el barco de los poderosos, y el ejemplo está en la elección nada casual de su actual Príncipe. Ha abandonado el terreno moral y, lejos de reaccionar contra la coalición marxista-capitalista, se ha convertido en su avalista.

Dependiente del NOM, a gusto con la hegemonía de los príncipes seculares, esta Iglesia acomodaticia ha abandonado a las masas a su suerte, incluso llevando a cabo, a veces, una agresión sutil pero implacable contra ellas, haciéndoles un instrumento de la política de dichos príncipes y dedicándose de lleno a los intereses temporales.

Y si la propia Iglesia olvida al Cristo verdadero y se empeña en combatir a quienes debiera considerar como sus propios hijos y sus propios fieles, sometida a las humillaciones marxistas y capitalistas, no es extraño que tales hijos la abandonen y trasladen su fidelidad al Gran Poder terrenal.

Y respecto de la Justicia, nada la daña tanto como los procedimientos lentos y la falta de independencia de los tribunales. Frecuentemente nos conmovemos viendo que nuestras leyes son malamente aplicadas por jueces venales o incompetentes, expertos en no investigar o en dejar impunes toda clase de abusos cometidos por la violencia blanca o negra de políticos o individuos privilegiados, porque los nombramientos de los magistrados se llevan a cabo mirando más el color de su ideología y la capacidad de sumisión al poder que a su sabiduría e integridad.

Muchas sentencias de los señores jueces contribuyen a que España siga siendo pícara, ramplona, miserable e injusta, y todo porque los togados siguen queriendo imponer sus criterios particulares o los de sus amos, no la ley, y porque muchos se refugian en los juzgados para impartir sus sectarias ideologías.

Si la Justicia falla no es por falta de leyes; tenemos cantidad innumerable de ellas, pero siempre son insuficientes, pues de lo que adolecemos es de magistrados que las sepan interpretar y aplicar con veracidad, ya que cuando la parcialidad y la avaricia se apoderan del sillón de los jueces, la justicia brilla por su ausencia y la nación queda sin su más firme pedestal. Y ya se sabe que sin justicia, los reinos, las naciones… no son más que un latrocinio.

Y de la Monarquía, ni hablo. Demasiado se preocupa de permanecer muda ante las atrocidades de diseño que le ponen para su firma. Las firma todas, cada vez más aberráticas, y se aviene a salir en la foto para ser ninguneada por hispanófobos variopintos, confiando en que no llegue el día provocado y, con una patada en el trasero, la manden a otro limbo distinto del que ahora la acoge, tan inane y patético. La Corona democrática que padecemos, siempre actualiza aquél diálogo entre dos hombres prudentes, bien monárquicos por cierto, escandalizados por la deriva de su patria.

 -Me preocupa el Rey, ¿podemos confiar en él?

 -¿Se puede confiar en un hombre débil?

 -Y no sólo débil, porque si nos atenemos al dicho bíblico -«por sus hechos los conoceréis»- también sectario.

En fin, parafraseando a Shakespeare, puede decirse que hoy, en España, los ladrones comunes están autorizados al pillaje, dado que los mismos jueces y políticos y restantes mandatarios hacen dejación de su lealtad debida y de sus responsabilidades o directamente roban.

Es obvio que con la muerte de Franco, no sólo murió el franquismo, que tal vez ya se había diluido unos años antes, murió sobre todo una forma de entender la sociedad, el mundo.

El reto consiste en reencontrar el camino de la ética y de la excelencia, conscientes de que si un neo franquismo es impensable, no lo es la reconstrucción de aquellos de sus valores con vigencia permanente.

Jesús Aguilar Marina ( El Correo de España )