
INTELECTUALES Y PENSADORES
En España hay demasiados intelectuales y pocos pensadores, y ese desequilibrio entre el querer ser sin poder y el ser sin presumir refleja la fatuidad de las apariencias frente al peso de la inteligencia.
No es nueva esa pretensión de atribuirse la condición de intelectual cuando se está en el entorno del gobierno porque la pátina de la cultura prestigia a quienes saben que el ejercicio del poder necesita la compañía de mujeres y hombres capaces de aportar el valor de la reflexión y la palabra a la acción política.
Por eso al igual que existen sindicatos profesionales y laborales, surgieron grupos de escritores, actores, cineastas, profesores universitarios y gente leída que se autodenominaron intelectuales en apoyo de una opción política, de derechas o de izquierdas, en definitiva “intelectuales de un régimen”, cuando la naturaleza de la inteligencia está en su capacidad crítica y no en su rendición cortesana ante la acción de los gobiernos.
«Un intelectual – según lo define Wikipedia – es el que se dedica al estudio y la reflexión crítica sobre la realidad y comunica sus ideas con la pretensión de influir en ella, alcanzando cierto estatus de autoridad ante la opinión pública». Tal vez el problema esté en la última frase de esta definición porque cuando un personaje de ese nivel es considerado socialmente como “autoridad ante la opinión pública” pasa a formar parte de los jefes de la tribu e inmediatamente patrimonio de los poderosos.
Yo prefiero a los pensadores, que son los verdaderos filósofos y que no están sindicados porque van por libres, son inconformistas, tal vez emocionalmente inestables, solitarios con vocación asocial porque casi siempre encuentran algún motivo, y cuando éste no existe, un pretexto para sentirse incomprendidos, que es la razón de su existencia y el motivo por el que no cesan, como el rayo de Miguel Hernández, en su crítica al poder y en su distanciamiento de la corrección política.
Conozco a varios pensadores – hombres y mujeres – con los que tengo una deuda porque de tanto usarlos se me ha acabado el amor que tenía por ellos y los he transformado en gente corriente de los que aprendo cuando de tarde en tarde echamos unas conversas sobre la vida y la muerte, la pasión y el miedo, la verdad y sus apariencias, la añoranza de los pecados que se decían mortales y el recuerdo de unos tiempos en los que ser cobarde no valía la pena aunque ser valiente sí salía más caro
Diego Armario