
Se trata de licuar las referencias. El asalto al sistema no consiste sólo en atacar sus pilares o sus símbolos, que nunca se sabe sobre qué arquitectura cae más peso. La barrena más efectiva para volarlo todo hay que ponerla en la seguridad jurídica.
Si se consigue que el ciudadano medio no sepa nunca a qué atenerse, el Gobierno será el último clavo ardiendo al que aferrarse para solucionar esa indefensión. Un día reviertes la carga de la prueba con la Ley de Violencia de Género para combatir la peor lacra social y al siguiente un okupa tiene más derechos que un propietario porque hay que garantizar el acceso a la vivienda. Poco a poco nos van adoctrinando en la fe de que el fin justifica los medios. Y se va devaluando el pulso de la libertad a través del cesarismo legislativo.
No es necesario siquiera romper la división de poderes. Esos golpes son muy burdos. Basta con crear un clima revisionista que acompleje a quienes tienen que garantizar el marco constitucional y a partir de ahí elaborar leyes ideológicas cuyo objetivo sea irrebatible.
¿Quién puede estar en contra de que se persiga la violencia machista? ¿Quién puede oponerse a que se tomen medidas para facilitar el acceso a la vivienda? Esos son los argumentos groseros del populismo buenista. Si criticas los medios, te acusan de no defender el fin.
La demagogia siempre gana a la razón en una carrera de velocidad, pero no tiene ni una sola opción de victoria en una de fondo. Es como el viejo refrán: «Si el camino es largo, corre más el mastín que el galgo». El problema es que el reloj social se ha acelerado y ya no sabemos vivir despacio. No tenemos tiempo para esperarnos. Y ningún puchero sale bien sin tiempo.
Hemos despreciado el tiempo como ingrediente principal de todos los platos que merecen la pena. Por eso el populismo ha jugado una buena mano. Porque la demagogia se ceba de la impaciencia. Es muy efectiva cuando se combina con la prisa. Y es también muy valiosa como batidora de derechos naturales. La propiedad privada es un pilar y un símbolo.
Hay que meterla en la picadora para que «la gente» se sienta débil y necesite a los políticos. El consecuencialismo mesiánico usa dos fórmulas infalibles: gravar con impuestos de donaciones y sucesiones tan excesivos que muchos se vean obligados a entregar su herencia al Estado, todo ello siempre con la basta excusa de que sólo los ricos heredan; y promover una ley que permita okupar segundas viviendas sin repercusión penal para los usurpadores y sin derechos para los usurpados, a quienes también de forma obscena se les señala como ricachones insolidarios.
Pero para la demagogia también hay que ser bueno. Como todo en la vida, hay que aplicarla con sentido de la medida. Y estos listos se han pasado de rosca patrocinando un modelo que ha terminado convirtiendo en víctimas a sus propios clientes.
Quienes no pueden pagar los impuestos para heredar no son los ricos, sino los hijos de familias trabajadoras que vieron cómo sus padres se hipotecaban hasta las cejas para poder legarles un futuro más cómodo y ahora no tienen dinero para transferir el pisito.
Y quienes están tapiando las puertas de sus casas para que no se las allanen los profesionales del expolio no son los bancos, sino los propios vecinos, que se han hartado ya de ser honrados porque están viendo que les perjudica. Por eso la Fiscalía de la exministra Delgado e Interior pretenden ahora rectificar la trayectoria de la cornada.
Cuando se cree que el fin justifica los medios, no se ataca sólo a la democracia, se ataca a la política misma porque sus representantes exhiben tres taras que el tiempo no les perdonará: creerse por encima del sistema, atajar los problemas con más problemas y confundir la indolencia con la estupidez.
En el plan populista falla lo básico: la gente no es tonta.
Alberto García Reyes ( ABC )