Dicen los sabios que lo difícil no es complicar, sino simplificar. Nietzsche ya lo dejó claro: “es sencillo hacer complicado lo sencillo, pero complicado hacer sencillo lo complicado”.
Pero claro, Nietzsche no conoció a nuestros políticos, esos artistas del laberinto burocrático y del trabalenguas legislativo que, de haber coincidido con él, le habrían dado material para diez volúmenes más de filosofía.
Porque en la vida real, la mayoría entendemos que lo sencillo funciona, llegando a entender que el café solo despierta más que un “capuccino descafeinado de avena con espuma de quinoa y esencia de trufa”. Un partido de fútbol se gana metiendo más goles, no recitando la Constitución. Y un problema se resuelve enfrentándolo, no creando comisiones de expertos que se eternizan en PowerPoints.
Pero en política la cosa es distinta. Allí rige la máxima de que cuanto más sencillo sea el problema, más capas de humo hay que ponerle encima para que parezca que solo una mente privilegiada, casualmente la suya, pueda resolverlo. Si la economía flojea, se habla de geopolítica. Si los tribunales investigan, se organiza una manifestación. Y si falta el pan, se inventa una narrativa con sabor a circo romano.
Lo irónico es que lo sencillo lo entiende cualquiera, y eso es precisamente lo que temen, que el pueblo llano descubra que la vida se reduce a sumar, restar y aplicar un poco de sentido común.
Pero claro, ¿qué mérito tendría un político si explicara algo en dos frases cuando puede hacerlo en diez párrafos, dos ruedas de prensa y una ley ininteligible?
Al final, la verdadera maestría no es saber gobernar, sino saber complicar tanto lo evidente que parezca un milagro cuando, tras años de vueltas, se soluciona lo que un ciudadano de a pie habría resuelto en cinco minutos y con un boli BIC o con el simple mecanismo de un botijo.
Salva Cerezo