
No hace tanto tiempo bastaba estrechar la mano para cerrar un negocio. Esas manos entrelazadas actuaban como una rúbrica ante el notario. Tras sellar el pacto resultaba imposible desdecirse porque la gente no sólo tenía palabra, sino que la mantenía.
Los que crecimos con los wésterns de la ‘Sesión de tarde’ de los sábados aprendimos que, un hombre, en general solitario y nómada, sólo podía contar ante cualquier adversidad con su colt, su caballo y su palabra.
Pero lo más importante era dar la palabra como garantía de honradez. Me impresionaban esos actores lacónicos y clásicos cuando susurraban lo de «tiene usted mi palabra». Aquello sonaba como un trueno de rigor y verdad que golpeaba tu estómago.
Tampoco hace falta ir al ‘far west’. Nuestros abuelos vendían ganado o compraban cosechas empleando el mismo método. Si por una de esas faltabas al compromiso te quedabas, definitivamente, sin tu palabra, lo cual te condenaba a una suerte de muerte civil porque, desde ese momento, nadie se atrevía a establecer relaciones comerciales contigo. Te convertías en un apestado, en escoria que no merecía ni siquiera un breve saludo.
¿Cuándo extraviamos ese marchamo tan acusado de honestidad? Lo ignoro, pero si antaño perder la credibilidad suponía abrazar la orilla de los apestados, hoy no es sino un asunto menor porque nos instalamos en el callejón sin salida del embuste.
La nueva política cimentó su momentáneo éxito en la mentira y ésta se extendió con velocidad de virus porque otras formaciones, asustadas ante el tsunami de palabrería trolera, en vez de optar por la firmeza de sus convicciones se precipitaron hacia los barrancos de la falsedad.
Hemos asumido que los gerifaltes con pies de barro mientan sin pudor, pero que un chiringuito patrocinado por todos, el CIS, se encapsule en sus artificios suena a broma aunque debería de indignarnos. Lo de tener palabra cayó en el olvido.
Ahora, en vez de palabra disponemos de telefonillo móvil ultramoderno, y esto seduce más porque nos anestesia.
Ramón Palomar ( ABC )