
Érase una vez, en aquellos tiempos felipistas en los que, bajo un populismo democrático, se promocionó la economía negra junto al monetarismo, un pueblo, ignorante y enfermo éticamente, que ni analizaba ni cuestionaba, a la espera siempre de encontrar como buen pancista, alivio en un cambio de fortuna, sobre todo si quien nos lo ofrece promete darnos todo a cambio de nada.
En aquellos tiempos, digo, en los que germinaba ya una sociedad degradada, incapaz de conocer y elegir a los mejores ni de apresar a los corruptos, el PSOE llevó a cabo el desguace de la industria pública sin avenirse a contar a los electores el destino dado a tal desmantelamiento.
En conspiraciones de guante blanco, en conjuras guapas celebradas en reservados de postín o en mansiones apartadas del vulgo, la oligarquía y sus acólitos se repartieron el botín como filibusteros. Drake, Morgan, el Olonés o el Capitán Sangre, se retorcían de envidia en sus tumbas observando la habilidad corsaria de aquellos advenedizos: el PSOE y el megapoder habían constituido una alianza que, bendecida por la impunidad de la justicia, no dejaban navío sin descubrir ni tesoro sin desplumar.
Para despistar a los exiguos barcos del rey, que con escasa convicción hacían guardia por aquellos mares, a la guapa alianza se le ocurrió una especie de capitalismo popular consistente en ofrecer acciones, con créditos blandos, a empleados y jubilados prematuros, a sabiendas de que serían los gestores y los megabancos los grandes beneficiarios de las privatizaciones.
Pero en uno de aquellos alardes bucaneros -en este caso un negocio privado, la expropiación de Rumasa-, su dueño no tragó y no sólo se propuso denunciar lo acaecido en las trastiendas del poder y desvelar los trucos de los timadores, sino que, en el mismísimo templo de las leyes, llegó a soltar una memorable bofetada a su demonio particular, al llamado «príncipe del monetarismo» -y entonces ex ministro- Miguel Boyer.
El Gobierno socialista había expropiado el primer holding del país con la coartada de que era una estafa y podía conmover todos los cimientos económicos. Lo que para los voceros oficiales significaba una incautación oportuna, pues es lícito nacionalizar en aras del bien público, para los damnificados suponía un atropello. Nadie, ni el Estado, debía beneficiarse de un tocomocho.
El caso es que, desde aquella controvertida decisión gubernamental, habían corrido los meses, el supuesto emporio se malvendió, con el botín se aprovecharon unos cuantos amigos del poder y de la banca, y el expoliado -que llegó a vestirse públicamente con el traje de Supermán- se había transformado en una mixtura de justiciero y de bufón.
Como el abofeteado ocupaba un suntuoso chalé, era un caballero estirado, de arrogancia frívola y pretenciosidad intelectual y, para más inri, se había enamorado de una mujer que acaparaba los mentideros y las revistas del corazón, el mamporro recibido por dicho engolado reconfortó a no pocos españoles, más allá de que aquel escarnio público fuera justo o injusto.
Tal vez lo principal del caso es que los españoles no olvidaban que el señor Boyer, como ministro que fue de la cosa, aparecía como el ideólogo responsable de una política económica que había acabado con toda expectativa ética y en una exitosa huelga general.
Pero fue inevitable, con aquel suceso acaecido en medio de guardaespaldas y togados -caídas las gafas del vapuleado y escuchando epítetos como «mariconazo», «cornudo», «ladrón», «chorizo», «meón», etc.-, ver una España de nuevo desgarrada a fondo, algo que se ha ido desgraciadamente ampliando hasta llegar al actual frentepopulismo. La peor España posible, traída una vez más de las manos del resentimiento izquierdista y de la complicidad o silencio de la derecha traidora.
Aquel suceso rocambolesco confirmó, por otra parte, que la justicia, al menos parcialmente, iba a inclinarse una vez más del lado del poder, acosando al expoliado y aplicando leyes típicas de cualquier represión, haciendo de la puñada la categoría y del enriquecimiento de los guapos con Rumasa la anécdota. Que yo sepa, nunca el Gobierno dio explicaciones acerca de los lucros habidos gracias al desmantelamiento y subsiguiente reparto del famoso holding de la abeja.
Y tampoco, pese a los argumentos oficiales, quedaron claros los motivos del expolio, ni si aquel panal hubiera sido fructuoso con sus gestores legítimos, en vez de que no pocas manos extrañas se aprovecharan de su miel. Lo único claro es que numerosas empresas que se malvendieron o regalaron a los amigos del PSOE, pocos meses después se habían sorprendentemente rentabilizado.
Moraleja: cuando a los españoles les gobiernan las codiciosas y resentidas izquierdas, amparadas por sus cómplices, el rencor y la corrupción se generalizan, y los honrados resultan seres fantasmales. La honradez se convierte en algo singular si la sociedad casi al completo, con sus políticos y encauzadores de opinión a la cabeza, han pactado la trampa.
Jesús Aguilar Marina ( El Correo d España )