MIS DISCULPAS A LOS TONTOS

Llevo días pensando que hace tiempo que soy injusto con los tontos porque con frecuencia califico con su honesto nombre a gente que solo es malvada o sinvergüenza,  y cometiendo este error, que más bien es desvarío, devalúo el concepto, la gracia y hasta el  ultraje que pretendía dirigirles.

Camilo José Cela definió  a Blas Herrero, sucesor  de Peregilhondo, con la precisión de la abundancia que nos regala el castellano, porque a un tonto del pueblo con mando en plaza no podía despacharlo con una descripción de urgencia, que es de mal nacidos y aún peor hablados hacer con el lenguaje faenas de aliño,  ya que las palabras son sagradas,  salvo para quien las escupe sin haberlas antes masticado.

El gallego de Padrón sabia distinguir entre un tonto con carné de identidad y un estúpido que se quiere hacer pasar por listo,  y por eso en su cuento dice de él, entre otras lindezas, que era  bisojo y algo dentón, calvoroto y pechihundido , babosillo, pecoso y patiseco.

Cuento este sucedido a modo de arrepentimiento porque un señor tonto es una institución respetable aunque  la tradición poco aguerrida y bastante irrespetuosa tiende a ridiculizarlos por sus características físicas, algo que yo jamás haré porque en lo que hay que reparar cuando se habla de gente que desvaría  es de las conductas conscientes en las que incurren.

Ayer, mi amigo Antonio Regalado, aficionado a las pasiones de urgencia incluso cuando habla, me dijo  una frase dirigida a un personaje conocido, que me sonó a lapidaria, “de un tío que no sonríe, no te puedes fiar”.

Cerré los ojos y me resultó fácil imaginar a alguien así porque todos hemos conocido a personajes huraños, reconcomidos, cejijuntos y apretaos, que miran al  biés.  

Gente que usa retrovisor para no tener que girar la cabeza cuando se marchan y los ojos de los demás se le clavan en el cogote. Tipos que nunca han tenido secretos compartidos,  ni siquiera con ellos mismos,  y jamás se atrevieron a dar un disgusto de frente,  porque  me da la sensación de que ni siquiera miraron a los ojos de aquella mujer cuando se vaciaron en ella con prisas,  sin avisar, y sin ni siquiera  esbozar una disculpa.

Hablan poco y evitan el compromiso de tener que hacerlo en público, porque se les amontonan las palabras vacías de sentido  y preñadas de pretextos.

Tal vez por eso nunca sonríen  y no son de fiar, aunque tampoco hay que dejarse llevar a engaño porque conozco a mucha gente  con una sonrisa pegada al rostro a los que jamás les daría la espalda.

Diego Armario