
No seré romero ni palmero en el aniversario de la Constitución. No participaré en los ritos de veneración talmúdica a una Constitución tóxica y disolvente, que es el útero que ha gestado la metástasis de las taifas.
No formaré en el coro de bacantes que ofician en los fastos litúrgicos de exaltación a una Constitución que es la teta nutricia del fracaso de la Nación, de la pérdida de la brújula histórica de la Patria y del extravío de un pueblo sin mapas ni puntos cardinales, en guerra consigo mismo, que apela ufano a la Constitución para suicidarse cada día, durante los últimos cuarenta y dos años, un poco más.
No. No tengo nada que celebrar, ni siquiera con los códigos funerarios de los viejos irlandeses que honran y evocan a sus muertos entre pintas de cerveza y latigazos de whiskey hasta ser vencidos por una borrachera balsámica y letal; siempre he creído que en la derrota y en la pérdida hay que mantenerse sereno y lúcido, como los versos de Kipling, pues las lágrimas del vino son tan falsas como sus carcajadas destempladas.
Yo juré una Constitución no escrita pero explícita en la Bandera a la que me consagré. Una Constitución de tradición verbal, transmitida en las arterias de España con las tres palabras que forjaron su Historia y su Leyenda desde los Reyes Godos hasta Francisco Franco.
Tres palabras titánicas como cordilleras, limpias y aceradas como falcatas ibéricas, y llenas de luz como las antorchas del Evangelio: Una, Grande y Libre.
Esa es la Constitución de mí Patria perdida como la Atlántida, sobre cuya tumba de silencio y polvo bailan hoy un aurresku y una sardana los mercenarios del separatismo y los Cien Mil Hijos de San Luis de la democracia.
No danzaré con ellos y te seguiré buscando en las cordilleras y en los océanos de tu Historia, Mater Hispania.
Eduardo García Serrano ( El Correo de España )