
Ha corrido como la pólvora el mensaje impreciso de que se van a cerrar las casas de lenocinio, los burdeles, las mancebías y los lupanares, pero para no despistar a los aficionados al sexo de pago que no han leído a Cervantes, diré que el objetivo que se ha propuesto la ministra de Igualdad, Irene Montero, para contener en ese sector la propagación del coronavirus es clausurar las casas de putas de toda la vida.
Como declaración de intenciones les ha parecido insuficiente a los movimientos feministas que mantienen su oposición radical a la permisividad de este oficio, y algunos se han apresurado a decir que independientemente de que exista una pandemia habría que prohibir su práctica para evitar la trata de personas que son obligadas por proxenetas o mafiosos a realizar ese trabajo.
Joaquín Sabina le dedicó una canción a la más señora de todas las putas, que también existen cuando el acuerdo no está sometido a ninguna regla distinta de la voluntad de dos personas mayores de edad que pactan las condiciones de precio y lugar.
Pero yo no he llegado hasta aquí contando esta historia para meterme donde nadie me ha llamado, porque de lo que quiero hablar es de la utilización del lenguaje y de lo que algunos llaman “palabras sucias”.
Para mí no existen palabras sucias sino mentes con distintas sensibilidades y por lo tanto creo que cada uno puede abastecer su vocabulario cogiendo del cesto del diccionario de la Real Academia de la Lengua los términos que mejor le cuadren para construir su historia literaria.
Las palabras están para ser dichas y escritas, porque forman parte del acervo cultural de quienes hablamos el castellano, uno de los idiomas más ricos y hermosos del mundo con el que se han creado grandes obras en cuyas páginas las mujeres que comercian con su cuerpo forman parte con mucha frecuencia del paisaje novelesco que se relata.
Yo jamás excluyo ningún término que me ayude a describir una situación o un personaje, y no me frena la crítica o el desdén de quienes sostienen que el idioma debe autorregularse para no herir sensibilidades, porque no por evitar la utilización de algunas palabras a la hora de describir situaciones u oficios desaparecerán las señoras putas, ni sus metafóricos hijos.
Además el término al que me estoy refiriendo admite muchos matices diferenciales , tanto en España como en Latinoamérica, hasta el extremo de que se puede utilizar como un elogio o como un insulto según sea el tono que se emplee , el matiz que se le imprima o la utilización o ausencia de una preposición. En cualquier caso existe la opción de plagiar a Camilo José Cela que decidió llamarlas izas, rabizas y colipoterras.
Diego Armario