
RAJOY Y LA EXTRAÑA DERROTA DE ESPAÑA
No es un fracaso de la Justicia, desde luego, sino del Gobierno, por mucho que éste se ponga de perfil y endose la papeleta a los jueces, como a aquel ministril que dio la cara por su corregidor. «Señor -le transmitió a su alcaide-, cuando un alguacil lleva una orden de Vuesa Merced, ¿no representa vuestra misma persona y vuestra misma cara?». «Muy cierto es», le respondió. «Pues sabed -le expuso- que, en la cara de vuestro alguacil, Perico Sarmiento, que es la misma cara de Vuesa Merced, han estampado una bofetada». Con toda calma, el corregidor, como el Gobierno con respecto al juez Llarena, le arguyó: «Pues ahí me las den todas».
No se persigue -Dios nos libre- reeditar ningún patrioterismo barato ni aquel ardor que inflamó Cataluña cuando, en 1885, Bismarck osó anexionarse de las Islas Carolinas por considerarlas res nullius. Pese a que la inmensa mayoría del pueblo español nunca había oído hablar de este archipiélago del Pacífico, 100.000 barceloneses llenaron las calles con banderas españolas y al grito unánime de «¡Viva la integridad de la Patria!». Incluso La Vanguardia editorializó en rotundos términos: «Ante esta horrible mancha a nuestra altivez, a nuestra honra; ante esta cruenta herida hecha a nuestro honor nacional, no hay partidos políticos: sólo hay españoles, cuyo corazón late al unísono para demostrar a Alemania que no en vano se ataca a un pueblo de fiereza innata como el nuestro (…) Cuando se infiere un agravio a España, nos levantamos airados».
Devuelta esta página a la hemeroteca, conviene remarcar con letras también de molde que un Estado que se respete a sí mismo no puede mantenerse impávido ante una afrenta así. Cuando está en riesgo el porvenir de las libertades fundamentales, no se puede adoptar la actitud del avestruz.
Pero, en fin, ¿qué puede esperarse de un Gobierno (y una oposición) que aplicó el artículo 155 arrastrando los pies y cuando su desistimiento ya rayaba en la complicidad? Ello le llevó a emplearlo con el exclusivo objetivo de convocar unas elecciones en el que el aparato de propaganda se mantuvo a las órdenes del Govern destituido. Tan prosopopéyico artículo no ha valido ni para añadir una mísera casilla para que los castellanoparlantes tengan garantizado su derecho constitucional a estudiar en castellano.
Distraídos con el masterchef de Cifuentes, tan mal cocinado como indigesto y donde se pone de manifiesto que los males de la política no son menos hondos que los de una Universidad, convertida en incubadora y expendedora de sus peores vicios, conviene auscultar los graves quebrantos de salud de una España que se desangra por la úlcera catalana. Cicerón ponderaba que, cuando el Estado alcanza a la más extrema de las humillaciones, le corresponde al pueblo actuar como lo harían en la arena los gladiadores reducidos a la esclavitud.
En vez de fajarse con tan astifina porfía, Rajoy emula al célebre novillero valenciano Tancredo López, introductor a principios del siglo pasado de esa original suerte consistente en recibir al animal encaramado a un pedestal y vestido de blanco con la cara empolvada. Simulando una cérea estatua de mármol, lograba que la res se limitara a olfatearlo y, al poco, desentenderse camino de algún tendido. Todo ello en medio del general regocijo de una afición que pronto le daría la espalda a aquel circunstancial rey del valor. En lo que toca a Cataluña, ese aparente tancredismo -esa maniobra tranquilizadora para soslayar el nudo gordiano de cualquier negocio- le ha hecho perder al presidente el sitio en la plaza hasta el punto extremo de preguntarse, de momento en voz baja, si el PP será capaz de sobrevivir a Rajoy. Acostumbrado a estar él y el tiempo, contra todos, parafraseando a Felipe II, Rajoy desespera hasta al mismísimo tiempo. De hecho, de tanto perderlo, éste se ha vuelto tal vez irrecuperable.
En vez de detener desde primera hora el proceso independentista, haciendo que se derritiera como la bola de nieve a la que se le planta un dedo encima antes de que cuaje y solidifique, el soberanismo ha adquirido una dimensión de alud que amaga con arrollar a todo lo que le sale al paso, principiando por los catalanes ajenos al credo nacionalista. Reeditando la política de apaciguamiento, con la que Chamberlain creyó aplacar a Hitler y obtener «la paz para nuestro tiempo», este espejismo sólo acelera esos planes rupturistas con la facilidad añadida de disponer el camino expedito para ampliar su espacio vital mediante el victimismo y la tergiversación de la realidad. Atendiendo a la máxima churchiliana, por evitar el conflicto, se aceptó el deshonor y ahora se tiene lo uno y lo otro. Las concesiones sólo estimulan las exigencias porque siempre se interpretan como debilidad. Al fin y al cabo, la fuerza de uno deriva primordialmente de la debilidad del otro.
Frente a ello, hay que recabar la dignidad de la andadura vertical y del paso erguido a las que apelaba aquel héroe de su tiempo que fue Marc Bloch, cuando todo se derrumbaba a su alrededor y precipitaba aquella extraña derrota, cuyas páginas siembra Alain Minc como simiente que avienta sobre la tierra fértil de sus amigos para que fructifique en nutriente mies. Si aquella extraña derrota francesa ante Alemania tuvo sus fautores, igualmente los tiene esta otra sufrida por España en el frente, esta vez, judicial.
Francisco Rosell ( El Mundo )