
Por desgracia, la mayoría de las decisiones del pueblo son desacertadas, equívocas, incoherentes o asombrosas. Afirmar que el pueblo nunca se equivoca como se oye en ciertos momentos y por ciertas bocas, resulta una ingenuidad, si no un despropósito o un aserto interesado.
Que dicha afirmación la digan los políticos cuando han sido beneficiados por las determinaciones populares puede entenderse, pero si el enunciado sale de los labios de un pretendido intelectual, articulista o analista político supone una aquiescencia grave o como digo, una afirmación tendenciosa.
¡Claro que se equivocan los pueblos! Lo dice la Historia. Y no podía ser de otro modo, pues la sensatez, la coherencia y la verdad no suelen ser privativas de las mayorías. Sería, más que una ingenuidad, un error pretender que la recua de políticos corruptos que nos han traído hasta este fangal en el que nos hallamos, han obtenido sus ventajas sin el apoyo de los sectarismos o credulidades de quienes los han elegido y reelegido para que los gobernaran.
O que, en el caso de otras naciones, los regímenes despóticos han llegado al poder o se han mantenido en él sólo mediante la fuerza. No son pocos los casos en que éstos han disfrutado del apoyo popular, al menos en sus comienzos. El pueblo se equivoca, por desgracia. Y si bien en un alto porcentaje los pueblos han sufrido manipulaciones, engaños y traiciones, otras muchas veces han acudido gozosos, abducidos o serviles al matadero por su propio pie.
Y los genuinos defensores de la democracia y de la solidaridad ciudadana no son los que, idealizándolo, defienden al pueblo mediante una sacralización infundada, sino los que denuncian la transgresión de las reglas de juego, venga esta de las derechas o de las izquierdas. La democracia no dota al pueblo de infalibilidad, sólo le da la opción de mostrar su responsabilidad, su civismo y su prudencia. O lo contrario, por supuesto; que es lo que suele ocurrir, por desgracia, en la mayoría de los casos, debido a una credulidad o una ignorancia culpables o a un fanatismo irredento.
Por eso las urnas no pueden blanquear los delitos de los elegidos, no pueden purificar nada impuro ni otorgar patentes de corso a los ventajeros. Si después de unas elecciones todo lo malo previamente existente sigue igual, el pueblo no puede enorgullecerse de su experiencia democrática. Lo que antes era cieno sigue siéndolo después, y por desgracia eso es lo que ha venido ocurriendo en España desde la muerte de Franco y la irrupción de los partidos políticos.
Durante estas últimas décadas los políticos y sus organizaciones se han ido apropiando del Estado bajo la cívica y democrática presencia de los electores ante las urnas. ¿Acaso no se ha equivocado el pueblo en esta turbia trayectoria que está a punto de desintegrar a la patria? Sí, el pueblo, principal protagonista de la Historia, se equivoca. Y mucho. Porque lejos de servir a la verdad, eligiendo a los veraces, suele alimentar a los demagogos, a los que dicen aquello que quiere oír. Aunque también es verdad que, a veces, después de engordarlos y encumbrarlos, los derriba y ahorca.
El éxito del frentepopulismo, es decir, del antifranquismo o de la llamada casta partidocrática, ha consistido en conseguir que la España democrática de la tramposa transición no haya votado nunca programas sino sensaciones, gestos, rostros, estados de ánimo, escenarios sentimentales o doctrinales prefabricados por la propaganda o revestidos con un vago ropaje de resentimiento ideológico.
A lo largo de las campañas electorales, mediante una manipulación sutil o grosera de la información y de la opinión, los hombres del poder marxista, con sus encuestas y con su agit-prop, nos dan las órdenes de lo que tenemos que votar los electores. Nos vienen a decir que todo está escrito y que no hay otro camino que el que marcan los deterministas de la historia. Y el pueblo, por lo general, suele seguir este relato, porque comprende peor lo que es grande y creador que lo que es mezquino y destructor.
De ahí que toda esa red mafiosa tramada por la alianza entre el marxismo cultural y la plutocracia globalista, y compuesta por políticos, jueces, grandes empresarios y periodistas venales, esté en estas ocasiones un poco más afanada que de costumbre en la manipulación de la verdad y, en nuestros días, en la agresión y demonización de VOX, único partido que, de momento, por salirse de lo trillado y reivindicar la libertad y la genuina marca España, podría aguarles la fiesta, es decir, su copioso presente y su opíparo futuro.
Y de ahí, así mismo, que refiriéndonos a la supuesta derecha nacional o sociológica, haya que insistir en que votar a la señora Ayuso es votar al PP, y votar al PP es pactar con socialistas, comunistas, separatistas y filoterroristas. ¿Es lógico que el voto de los espíritus libres favorezca a los liberticidas? ¿Es responsable, por ejemplo, argumentar nuestro voto diciendo: «Sí, sí, me gusta VOX, pero votaré al PP porque mi familia lo ha votado siempre»?
Resulta absolutamente incoherente que un supuesto patriota acabe eligiendo a quienes, camuflados de centro-derecha, pactan una y otra vez con los que sangran al pueblo y enriquecen a los poderosos, mediante medidas y leyes absolutamente pervertidoras y antisociales, es decir, insolidarias.
Cuando esto se resuelve así constituye un sorprendente contrasentido, por mucho que trate de justificarse mediante ingenuidad o inercia bienintencionada, pero que no es otra cosa que hipocresía, ignorancia histórica culpable, calentón emocional o simple sectarismo.
Votar a Ayuso significa votar a quienes a lo largo de la transición han colaborado con los patopolíticos. Es votar a quienes a pesar de su mayoría absoluta -esto se ha de recordar una y otra vez- lejos de utilizarla para limpiar la patria de doctrinas degradantes, prefirieron convertirse en albaceas testamentarios de la política de Zapatero y seguir haciendo política más preocupados de que el banco de la izquierda no dejara de sonreír que de ser leales a sus electores y a España.
Si en esa derecha mencionada hay alguien a quien le gusten las autonomías despilfarradoras y centrífugas, las leyes totalitarias, la inmigración ilegal, la corrupción, la perversión a la infancia, la okupación de la propiedad privada, el ataque al idioma español, las cruces y tradiciones abolidas, etc., no debe nunca votar a VOX, que denuncia todo ello, sino al PP, que ha contribuido a la catástrofe.
Pero tras depositar su papeleta en la urna de la señora Ayuso, tendrán que desprenderse de su etiqueta de derechas y asumir que votarla es votar más de lo mismo, continuar la senda que nos está llevando al descalabro. Y aceptar las consecuencias por colaborar con la antiespaña.
¿Qué decidirá el pueblo imprevisible en esta ocasión? Quién lo sabe. El pueblo, con su voto, ha puesto en los elevados altos cargos de nuestras instituciones, a traidores y corruptos. En la mano del pueblo está ahora rectificar. ¿Lo hará? En todo caso, con independencia de que el recuento de las urnas se efectúe con legalidad -que esa es otra y habrá que estar muy atentos, porque el frentepopulismo no acepta sus derrotas por las buenas-, la causa de Madrid, de España, está vista para sentencia.
Lo evidente, para el que contemple el paisaje sin anteojeras, es que sólo VOX está poniendo el dedo en las innumerables llagas que cubren nuestra piel social. El único que está tratando de debatir lo que de verdad importa. El único partido parlamentario que protege el Estado de derecho. Por consiguiente, sólo VOX puede dar sentido a corto/medio plazo a un pueblo mayoritariamente inerte, abandonado y confuso.
El resto es oscuridad y rechinar de dientes.
Jesús Aguilar Marina ( El Correo de España )