
UNA ESPAÑA EJEMPLAR
Por teléfono, claro, porque no es cosa de verse con nadie ni hay nada abierto donde poder tomarse un café tranquilamente para comentar. El amigo me dice, sobre el Gobierno, naturalmente: «Tienen un país y una ciudadanía que no se la merecen».
Yo diría que ejemplar. Cuando dijeron que en la Lombardía habían decretado el confinamiento de los vecinos en sus casas, pensé: «Pues verás tú si aquí llegamos a eso. Para que la gente no salga, con lo callejeros que somos, que hacemos la vida en la calle, va a hacer falta que pongan un guardia civil en cada portal». No ha sido así, sino todo lo contrario. La gente te invita a no salir ni lo imprescindible. Hay una ola de espontánea solidaridad:
-Oye, que si quieres que le traiga algo del supermercado a tu madre, que ya es mayor, no tiene más que decírmelo y aprovecho cuando yo vaya.
Ayer tarde, a las 8, como todas, de pronto empecé a oír aplausos desde mi confinamiento en favor de la salud de todos, empezando por la de uno mismo. Era el aplauso que cada tarde le da España al personal sanitario de los hospitales y a cuantos están en primera línea de fuego en esta batalla, cubriendo el frente de una guerra que nunca hubiéramos sospechado que íbamos a tener que librar.
Y que ganaremos.
Sonaban los aplausos desde los balcones y las terrazas ayer tarde a las 8 y para mí que la ovación, personal sanitario aparte, debía ser interpretada como una ovación del pueblo a sí mismo, a su propio comportamiento ejemplar. No es que no nos merezcamos este Gobierno, con su inmenso desacierto de promover irresponsablemente la manifestación del 8-M con el coronavirus encima.
Es lo que dice mi amigo del teléfono: que hay veces en que el pueblo supera y desborda a sus dirigentes. Lo vimos en Andalucía cuando el 28-F, en que la voluntad autonómica popular superó, desbordó y se adelantó al Gobierno. Y en toda España, tras el asesinato por la ETA de Miguel Ángel Blanco, el «espíritu de Ermua» también desbordó a los dirigentes.
No quiero ponerme pedante pensando que esta España es la del 2 de mayo, que hizo la Historia por su cuenta, como protagonista colectivo y autoridad de sí misma. Pero sí columbro, y no sabría cómo razonarlo, que en España se ha extendido un sentimiento de firmeza parecido, mutatis mutandis, a lo que fue en su momento el «espíritu de Ermua».
Pasa por la calle un patrullero de la Policía Local con un megáfono. No se rían, porque no estamos para risas, pero lo escucho confusamente desde mi escritorio y me pregunto: «¿Cómo se anuncia precisamente ahora el tapicero con su furgoneta?». No es el tapicero. Salgo al balcón y es la Policía Local que nos recuerda que permanezcamos en nuestras casas, sin salir, para cumplir el estado de alarma.
Lo pregona el megáfono del patrullero en una calle desierta. No hace falta recordarlo a quien no sale, por aburrido que esté, y espera que sean las 8 de la tarde para abrir el balcón para aplaudir quizá a sus propios vecinos y a este sorprendente ejemplo colectivo de prudencia en la autoprotección y en el cumplimiento estricto de las normas del Gobierno para el Estado de Alerta.
Gobierno que menos mal es una coalición de la izquierda con la ultraizquierda. ¿Se imaginan que esta crisis nos hubiera cogido con un gobierno del PP, la que hubieran liado los que usted sabe? El grito que no se ha oído, ni se oirá, «¡Gobierno dimisión!», hubiera resonado por España entera.
Hasta del murciélago que se comió el guarro del chino hubiera tenido la culpa el PP. Insisto en lo que mi amigo dice y lo hago mío: tienen una ciudadanía que no se la merecen. En ningún portal hay un guardia con metralleta, pero nadie sale a la calle. ¿Me permiten que grite un «¡Viva España!»?
Antonio Burgos ( ABC )