En la antigua Grecia, actuar era un arte sagrado. Los actores, envueltos en túnicas y máscaras, representaban a los dioses, las pasiones y los dilemas humanos. El teatro era una escuela de pensamiento, un espejo del alma colectiva. Sófocles enseñaba ética, Eurípides exploraba la psicología y Esquilo invitaba a reflexionar sobre la justicia.
El público salía del teatro un poco más sabio… o al menos más consciente de su propia tragedia.
Pero llegó Roma, y con ella el espectáculo. El arte se convirtió en entretenimiento y el pensamiento, en distracción. Los actores ya no hablaban de virtudes, sino de chistes, golpes de efecto y dramas baratos.
El público no buscaba verdad, sino evasión.
Y los poderosos descubrieron el secreto: panem et circenses. Si el pueblo come y se ríe, no piensa.
Han pasado dos mil años, pero el guion sigue siendo el mismo.
Hoy, los escenarios se llaman parlamentos y los actores llevan corbata, escaño o micrófono. Han perfeccionado la técnica del “drama político”, donde cada discurso se ensaya como una función y cada gesto se calcula como en un guion televisivo.
Los modernos “cómicos del poder” ya no necesitan aplausos, les basta con votos.
Y el público —perdón, el electorado— aplaude emocionado sin darse cuenta de que el guion no lo escribe el pueblo, sino los que manejan los focos y el sonido.
El adoctrinamiento se ha vuelto espectáculo, la propaganda se disfraza de política y el pensamiento libre se considera fuera de programa.
En Grecia, los actores eran respetados porque enseñaban;
en Roma, despreciados porque fingían;
y en la España actual, admirados porque manipulan.
Quizá el verdadero problema no esté en los actores, sino en el público, que aplaude sin distinguir tragedia de farsa. ¿No es cierto, Pedro?
Y así seguimos, dos mil años después, viendo cómo el poder repite la misma función con distinto decorado.
La historia cambia de vestuario, pero la obra sigue llamándose igual:
“El Espejismo del Poder”.
Salva Cerezo