La política exterior española se ha convertido en un campo de decisiones personales de Pedro Sánchez, que no solo carecen de consenso con el Partido Popular, principal partido de la oposición y única alternativa de gobierno, sino también de la colegialidad del Consejo de Ministros y de debate en el Parlamento.

La proyección internacional de España se ha mantenido sobre raíles más o menos estables, con episodios críticos como el apoyo a la coalición internacional que derrocó a Sadam Hussein, pero marcada, en general, por una coincidencia básica de los dos grandes partidos –PSOE y PP– sobre los foros sensibles para los intereses nacionales.

Sánchez ha quebrado estos pactos básicos sobre el papel de España en el concierto internacional y lo ha hecho, además, con opacidad y precipitación, siempre midiendo el dividiendo político que podría cobrarse de cada crisis que provocara, aunque el perjuicio para el Estado fuera muy superior a su beneficio personal.

No hay área estratégica internacional en la que Sánchez no haya dejado manchada la imagen de España. Retiró a nuestra embajadora en Argentina por una cuestión personal, los inaceptables comentarios del presidente argentino sobre su esposa (posteriores a que el ministro Puente viniese a acusar a Milei de drogarse) y no se conocen intentos de restaurar la situación.

Ha secundado las tenebrosas maniobras de Rodríguez Zapatero en Venezuela, cooperador del régimen bolivariano para sacar del país a los líderes democráticos de la oposición. El papel del expresidente español en la deportación encubierta de Edmundo González, reconocido ganador de las elecciones, merece una explicación que no se ha dado porque cada vez que Zapatero hace una gestión «humanitaria», la dictadura de Maduro se refuerza.

La indolencia ante las provocaciones de los últimos presidentes de México contra España alimenta las bravuconadas antiespañolas y contrasta con la respuesta extrema que se dio al Gobierno argentino. El hilo conductor es el mismo: la satisfacción de las visiones izquierdistas sobre los vínculos de España con Iberoamérica.

La actual relación con Marruecos se basa en una carta personal de Sánchez a Mohamed VI, con la que el presidente del Gobierno arruinó décadas de consenso a izquierda y derecha sobre la posición de España sobre el Sahara occidental. Todavía se desconoce qué animó a Sánchez a semejante iniciativa, propia de un sistema presidencialista que no existe.

Solo el presidente conoce el móvil de su decisión. Con la campaña contra Israel, reconociendo el Estado palestino y sumándose a la denuncia contra Tel Aviv ante el Tribunal Internacional de Justicia, el Gobierno ha sacado a España de cualquier fórmula futura de paz en Gaza, rompiendo así la histórica capacidad de nuestro país para mantener la interlocución con ambas partes.

Israel sigue sin representante diplomático en Madrid. Las fobias antisemitas de la izquierda, bien visibles en sus justificaciones a Hamás en los días posteriores a la masacre de judíos el 7-O, se reconocen en estas decisiones del Gobierno español. Tampoco la UE se escapa de este deterioro internacional, tras las inoportunas referencias de Sánchez al III Reich en la Eurocámara o sus propuestas por libre al Gobierno de Pekín sobre su guerra comercial con Europa.

De Sánchez se ha dicho que practica el narcisismo político, y es probable que este rasgo explique la temeridad con la que se comporta en política exterior y la satisfacción con la que ha recibido, en Estados Unidos, la distinción de una ONG feminista, financiada por el Gobierno español, y los sonrojantes piropos que le dedicó Pedro Almodóvar. Es el signo de su mandato.

ABC

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Última Actualización: 29/09/2024

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