
EL FIN DEL MUNDO
Me sabe mal pero me parece bien que las bromas nos salgan caras. El dramón del coronavirus, la tremenda comedia que a su alrededor hemos organizado está teniendo y va a tener serias consecuencias en la economía. Luego se quejarán de la crisis, en sus columnas lloricas, los que más alarma han creado, los que con su amarillismo intolerable han convertido una gripe más o menos grave en un susto mundial de precio incalculable.
Veremos portadas, artículos, editoriales diciendo que todo es culpa de la globalización, del capitalismo y de los bancos cuando ha habido un sensacionalismo muy de panfleto progre, y de la corrección política, sedientos en su frivolidad, y en su total ausencia de cualquier tensión espiritual, de
fines del mundo de baratillo y de hecatombes de supermercado. Hay que ver en las cosas que acabamos creyendo, Chesterton lo dice, por tal de no creer en Dios.
Más allá de los chinos, que en su secretismo no han ayudado demasiado, y de las medidas higiénicas que haya sido preciso tomar, el mundo civilizado ha reaccionado como una histérica ante un virus que plantea las emergencias que plantea, pero que dentro de pocos meses estará olvidado, o totalmente normalizado, y que en cualquier caso la vulgar gripe habrá matado a más personas cuando termine el año.
No me alegro del parón económico que vamos a conocer, ni hablo de él en tercera persona, como si las consecuencias no fueran a afectarme, pero es importante que los hombres libres nos enfrentemos a las consecuencias de nuestros actos, y paguemos el precio, aunque sea elevado, para dejar en el futuro de comportarnos como mamarrachos, siempre a la merced de cualquier banda de charlatanes.
El fin del mundo hay que dejárselo a Dios, y el apocalipsis al caballo pálido, cuyo jinete es la muerte. Y como no hay en este sentido noticia de ninguna inminencia -y créanme que si la hubiera, yo lo sabría- vale más que nos concentremos en los retos, en la esperanza, en este mundo que es el más hermoso que la Humanidad ha conocido jamás y esta vida sagrada que nunca había sido tan agradable para tanta gente ni había tenido en general un valor tan alto.
No podemos despreciar los dones como si no fuéramos unos privilegiados, como si no fuéramos conscientes de la inmensa suerte que hemos tenido de nacer y crecer en el rincón afortunado del planeta; y si por cada mil veces que hemos exagerado la pupita que nos hacía el dedito y los problemas que teníamos, hubiéramos dedicado una, aunque sólo fuera una, a sonreír y a dar las gracias, no tendríamos ahora que lamentar los colapsos que con nuestra propia inconsistencia nos hemos causado.
Saldremos de ésta. No estoy tan seguro de que aprendamos algo.
Salvador Sostres ( ABC )