El fallecimiento de Benedicto XVI ha sido acompañado por un unánime reconocimiento mundial a su aportación no solo a la Iglesia y su doctrina sino al pensamiento humanista de los últimos decenios. En palabras de Felipe VI, por ejemplo, «lideró la Iglesia con una extraordinaria vocación de servicio, humildad, entrega y amor»; en palabras de Joe Biden, «será recordado como un teólogo de renombre, con una vida de devoción a la Iglesia guiado por su fe».
Así, se puede dar la vuelta al globo, del Vaticano a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, pasando por la Unión Europea, Alemania, su tierra natal, e incluso la Rusia de Putin, en todo el orbe se ha ensalzado su figura como teólogo e intelectual, así como su compromiso con los derechos humanos, el diálogo y los más vulnerables.
También será recordado por su prácticamente insólita renuncia, que produjo una convulsión semejante a la de un Concilio, por su gigantesco significado humano y eclesial sobre la limitación del hombre en la dirección de la Iglesia.
Muchos no entendieron aquella decisión pero fue coherente con la forma en la que el cardenal Ratzinger entendía el modo de ser cristiano, frágil y humilde. Asumió la cátedra de Pedro tras el ubérrimo pontificado de Juan Pablo II, cuyos últimos años estuvieron caracterizados por un deterioro público de su salud; de eso tomó nota el Papa alemán.
Tras el impulso arrollador de Wojtyla, Ratzinger tardó poco en acallar el baldón de intransigente e inquisidor con el que fue recibido por sectores de la opinión pública, dominados por prejuicios injustos.
Pero pronto salió a la luz la exquisita sensibilidad teológica de quien, como catedrático, ya había forjado una fértil doctrina en la que se formaron decenas de miles de sacerdotes, religiosos y laicos. ‘El Dios de los cristianos’ o ‘Introducción al cristianismo’ son lecturas imprescindibles para la enseñanza teológica.
Con Ratzinger hablamos de un intelectual de larguísimo recorrido que ya tuvo una participación destacada en el Concilio Vaticano II, en el que demostró su condición de teólogo profundamente humanista, reflejada en su encíclica ‘Deus caritas est’, dando así continuidad a uno de los grandes ejes de su teología, la fe del creyente, opuesta a la fe de los filósofos, como rezaba su lección magistral al tomar posesión de la cátedra en la Universidad de Bonn, en 1959.
Su erudición nunca alejó a Ratzinger de la realidad cotidiana, del día a día de lo que ocurría en el mundo, y de los conflictos del hombre, sino que la puso al servicio de la cuestión central de su teología, que era la defensa de la fe como un encuentro personal del hombre con Cristo.
Otra de las aportaciones de su pontificado fue su lucha contra el relativismo moral, batalla en la que tampoco buscó el aplauso fácil de la opinión pública.
Sabía que la época que le tocó vivir como Papa era complicada para la Iglesia y buscó el equilibrio entre el reconocimiento explícito de graves errores, como los cometidos con motivo de los abusos sexuales a menores por religiosos y sacerdotes, con la defensa del papel de la Iglesia en la sociedad moderna.
Sus condenas y peticiones de perdón por aquellos horribles actos de pederastia fueron continuas, así como sus llamamientos a los obispos para que colaboraran con las autoridades civiles en el castigo de los abusos.
Es verdad que Ratzinger era más teólogo que gestor, más profesor que gobernante, y el peso de los conflictos internos y externos de la Iglesia superó su capacidad física para asumir una responsabilidad constituida hace dos mil años.
En su renuncia resumió su amor por la Iglesia y reconoció problemas a los que se enfrenta en una sociedad secularizada y abiertamente hostil a algunas de sus principales enseñanzas.
Desde su renuncia al pontificado, Benedicto XVI, ya como Papa emérito, fue estrictamente leal al Papa Francisco, dejando sin argumentos a quienes vaticinaron una especie de tutela conspirativa permanente sobre el actual pontífice.
Lo que habrá de valorarse en el futuro es que la renuncia de Benedicto XVI preparó el camino para una elección histórica como la del cardenal Jorge Bergoglio. Ratzinger permaneció en un silencio solo roto excepcionalmente, y nunca para cuestionar una sola decisión del Papa Francisco, haciendo honor al trato fraternal que este le dispensó siempre.
La muerte de Benedicto XVI priva a la Iglesia de una de sus más relevantes figuras en los últimos siglos. Su obra permanece vigente e intacta. En palabras del Papa Francisco, el primero que acudió a velar el cadáver de Ratzinger, «damos gracias a Dios por el don de este fiel servidor de la Iglesia».
ABC