Desde su proclamación como Rey de España hace diez años, Felipe VI ha tenido que ejercer la titularidad de la Corona en unas condiciones muy distintas a las que caracterizaron el reinado de su padre.
La más importante de todas ellas ha sido, y sigue siendo, el escrutinio social de la ejemplaridad del Monarca y de la Familia Real. Sin duda, no fue este el condicionamiento que marcó la etapa de Juan Carlos I hasta que los acontecimientos conocidos sobre su vida personal se hicieron públicos y, con ellos, una clamorosa demanda de regeneración institucional y transparencia funcional.
Una y otra fueron la directriz del nuevo reinado con Felipe VI y el resultado ha sido un balance indudablemente positivo en confianza y respeto de la sociedad española.
Además, el desarrollo de esta primera década de su reinado se ha ajustado al estricto desempeño de las responsabilidades constitucionales que le corresponden como Jefe del Estado en una monarquía parlamentaria.
En contra de lo que pudiera pensarse a la vista de otras monarquías europeas, instaladas la mayoría de ellas en una plácida y respetuosa indiferencia de los ciudadanos, la Corona española ha sido atacada, precisamente, por su lealtad a los principios constitucionales y por constituir, sin reserva ni matices, la encarnación del Estado democrático y de la unidad de la nación.
Lo que en otras latitudes sería una zona de seguridad para el monarca, en España, la defensa activa de la Constitución es motivo de hostilidad hacia Felipe VI por parte de un sector radicalizado de la izquierda y de los nacionalismos en su conjunto, porque ven en él el más firme soporte del orden constitucional de 1978.
Sectores que, al acceder al Gobierno de la mano del PSOE o entrar en los acuerdos de investidura de Pedro Sánchez, han amplificado, con total impunidad política, sus discursos contra la Corona.
No faltan a la cita con sus trasuntos de la izquierda algunos voceros de la extrema derecha que claman contra la firma del Rey en la ley de Amnistía, como si hubiera existido alternativa a este deber constitucional.
Felipe VI ha sido puesto a prueba en unas condiciones impensables poco antes de que fuera proclamado y ha demostrado una formación idónea no solo para la titularidad de la Corona, sino también –y aunque parezca lo mismo, no lo es– para la Jefatura de un Estado más necesitado que nunca de fuertes elementos de amistad cívica y cohesión nacional.
ABC