Los políticos de hoy, profesionales a quienes les han salido los dientes pasando las gamuzas por los despachos de sus respectivos partidos, empresas sectarias de contratación laboral a costa del erario público, parásitos oficiales del Estado partidocrático, son pillos nacidos o enseñados en todo arte de la mohatraría, como es decir con gracia y ocasión una lisonja al jefe, salpimentar mentiras con perenne espontaneidad, defraudar, traer con blandura y artificio serviles chismes e insidias, fingir amistades, disimular odios y no dejar de ensalzar al diálogo y a la democracia, todas ellas cosas o virtudes que sólo caben en los pechos protervos y maléficos.
Desde hace casi cincuenta años la casta política, es decir, la delincuencia política, ha tenido carnet hispanicida. Pocas figuras públicas pueden evitar la aversión de la prudencia, de la patria, de la lealtad. Nadie hoy, entre los amos de la finca o entre sus siervos, los políticos, atiende a lo verídico y razonable. La gran mayoría de ellos es miserable y, como miserables que son, conocen bien las miserias de la naturaleza humana, de las cuales se aprovechan. Ese instinto carroñero, esa pulsión oportunista y abusadora es la que los hace tan repugnantes.
Ciegos, con la ceguera que según los antiguos enviaban los dioses a aquellos a quienes querían perder -algo que hoy no ocurre con la diligencia debida-, fomentan este ambiente adverso protegiendo sin mesura a su entorno delictivo, es decir, a sus lóbis y clientes. A los deméritos de un engrandecimiento desmesurado y de una codicia no menos extrema, unen la altanería de su condición, cualidad esta que en España difícilmente debiera perdonarse, pero que actualmente se perdona.
A los poderosos, la democracia, previamente vaciada de contenido, les resulta muy útil para legitimar su situación de preeminencia y les garantiza su disfrute de manera estable y segura. El poder económico controla todos los medios de comunicación y con ellos la información, el pensamiento y la ideología. Instrumentalizando, además, la Justicia a su servicio, celebran su impunidad muertos de risa. Una risa humillante, a costa del pueblo, que se acentúa tras pasar éste por las urnas, que son el desfiladero de las Horcas Caudinas español desde que los poderosos instalaron su productiva democracia.
El poderoso inspira temor, no por sí mismo, sino por el aparato burocrático y el ritual que lo rodea; por la pompa, por el ceremonial. A ese formulismo o culto de las fórmulas, creado precisamente para impresionar amedrentando, se suma la seguridad adquirida por la protección de un halo majestuoso. Cualquier poderoso mínimamente honesto, si existe, ha de sentirse un impostor por todo ello. Ahora bien, si preguntamos al pueblo si prefiere un hombre o un icono, responderá, sin duda, que un icono.
Si la concentración de la propiedad resulta peligrosa en todos los sectores, el riesgo alcanza proporciones alarmantes respecto al ámbito de la comunicación. El cuarto poder se transforma en el primero. Es capaz de comprar a los gobiernos si no se pliegan a sus pretensiones, eludir la Justicia, denostar a los magistrados que osen desafiarlo, legalizar pandemias artificiales y genocidas, condenar a la marginación y al silencio a los que disientan de sus intereses.
Pueden hacer lo blanco negro y lo negro blanco, convertir a los arribistas e izquierdistas resentidos en hombres de orden, a los sectarios en iluminados, a los corruptos en mártires y a los regímenes autocráticos en guardianes de la libertad.
No hay espacio para las opiniones discrepantes, para quienes no asumen la «visionaria agenda». Los amaestrados, por ineptos que sean, escalan los mejores puestos en proporción al fanatismo o a la docilidad que ponen en la defensa de la causa. La mayoría de ellos sobrepasan en fervor a las propias empresas para las que trabajan. Se miente, se distorsiona, se oculta, se ridiculiza, se falsean los hechos y las situaciones. Todo vale si está de acuerdo con los intereses patrocinados.
La nobleza y la discreción no existen, se desconocen, se sustituyen por la reverencia ante el poder, por la sumisión a la jerarquía o mirando hacia otro lado cuando hacerlo de frente exige actitudes arriesgadas. La reverencia ante el jefe forma parte de la liturgia del Sistema; la denuncia de esa reverencia, aunque esté representada por una iniquidad patente, es reprobable para esa misma liturgia.
No existe ley a la cual deba atenerse el selecto club de los hombres superiores. Desde siempre el poder vive protegido por una cohorte de falsos oradores, de publicistas, de sacerdotes y dueños de la palabra. Ese hermetismo de las claves cibernéticas es utilizado por los políticos para tenernos muy informados, pero nada enterados. No les conviene.
Los poderosos han conseguido tres derechos que debieran ser inexistentes en cualquier lugar civilizado: el derecho a elegir juez, el derecho a elegir mensajero y el derecho a la impunidad. El estilo y los fines establecen un modelo mafioso o corporativista cuyo interés último consiste en que el poder siga siendo cosa nostra. El corporativismo más sangrante ha prevalecido sobre cualquier principio, domina la infamia y la impudicia, y en esta sociedad corporativa cada día que pasa es mayor el poder transferido a las sectas.
Aunque sea inútil, conviene recordarle esto, una vez más, al posible votante. Recordarle que el capitalsocialismo, el liberalismo o la socialdemocracia, que todo viene a ser uno, consiste en que tú, con tu trabajo, puedas comprarle a la industria, al comercio y a la propaganda del Sistema todo lo que necesita vender.
Ese régimen ideológico no funciona cuando la gente compra sólo lo necesario, material y espiritualmente hablando. El Sistema empieza a funcionar cuando la gente compra lo innecesario. El Sistema creado por los nuevos demiurgos es falso, banal y diabólico porque no sirve sólo nuestras necesidades, como sería justo, sino que sirve mayormente nuestros caprichos, nuestras confusiones y nuestros errores; caprichos, confusiones y errores que ha suscitado el propio Sistema.
Ante esta realidad histórica, que con más o menos brutalidad, según la época, no deja de reiterarse (¿dónde se halla VOX en ella, para aclaración de sus posibles votantes?), sólo cabe resaltar que la gente de bien tiene el deber de oponerse activamente a la ilegalidad; enfrentarse a los atropellos contra la seguridad jurídica, el sentido de lo justo y la utilización corrupta de la ley, violencias practicadas por unas oligarquías que imponen su distinción mediante excepciones y privilegios y que, en caso contrario, se dedican a linchar, moral, intelectual y físicamente a los críticos y jueces íntegros.
Sabemos que no hay héroes entre nuestros políticos porque lo propio y sustancial del héroe, en todo tiempo, lugar y situación, es el retorno a la realidad; el atenerse a las cosas y a los hechos y no a las apariencias ni a los dichos. Para el héroe, las vanas apariencias resultan intolerables y detestables, por muy reguladas y legal o socialmente acreditadas que puedan estar.
Un héroe político, hoy, tiene el deber de exigir que la monarquía, la justicia, el ejército y la educación actúen con rigor, independencia y dignidad, y dejen de complacer a los príncipes del NOM y a sus secuaces; que no sean politizadas, ni sometidas a la tutela y al botín de las oligarquías partidarias ni de las plutocracias financieras.
Y, por su parte, el héroe ciudadano, hoy, tiene, a su vez, el deber de repudiar las urnas o, al menos, el de eliminar a las sectas que nos han traído hasta este cenagal: PP, PSOE, separatismos, y demás excrecencias e izquierdismos resentidos de todo tipo, porque votarlos es contribuir a la existencia de la sinrazón, a la miseria moral más abyecta.
Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)