Mañana se cambia la hora al horario de invierno, como cada año que, en un ritual absurdo, adelantamos o atrasamos el reloj para convencernos de que así ahorramos energía. Y aunque ya no usemos carbón, seguimos creyendo que mover las manecillas una hora cambiará el destino del planeta, como acaba de descubrir nuestro presidente.
El invento viene de tiempos de guerra y escasez, cuando ahorrar una bombilla era motivo de celebración. Hoy, con las ciudades encendidas las 24 horas y los móviles pegados a la mano, seguimos ajustando relojes como si estuviéramos en 1916.
Dicen que el cambio beneficia al comercio, al deporte y a la alegría nacional… salvo a los que madrugan, a los agricultores, a los niños, a los mayores y a cualquiera con reloj biológico. Pero claro, ¿qué importancia tiene el sueño cuando hay que cuadrar estadísticas?
Mientras tanto, los políticos europeos llevan años intentando decidir si quedarse con el horario de verano o el de invierno, demostrando que ponerse de acuerdo en la hora es más difícil que hacerlo en la paz mundial.
Y así seguimos, soñolientos, bostezando cada octubre y marzo, preguntándonos por qué el día tiene 25 o 23 horas… y sobre todo, por qué seguimos creyendo que el problema está en el reloj, y no en quien lo maneja, ¿eh, Sr. Sánchez?
Salva Cerezo