Con la apertura de una investigación penal por la Sala Segunda del Tribunal Supremo a José Luis Ábalos se completa un ciclo de reveses judiciales para el Gobierno en el máximo órgano de la jurisdicción ordinaria. Los desenlaces de las causas penales son imprevisibles, pero la mera existencia de dos de ellas en el Supremo –una relativa al fiscal general del Estado; y otra al exministro y exsecretario de Organización del PSOE– es suficiente para calibrar la preocupación del Gobierno de Pedro Sánchez por el futuro de este tribunal.

Además, penden en la misma Sala Segunda las causas contra los líderes independentistas y su posible acogimiento a la ley de Amnistía, lo que acaba extendiendo la mano de la Justicia a los socios de Pedro Sánchez. Con Begoña Gómez, por un lado, e Íñigo Errejón, por otro, también investigados por los tribunales ordinarios, Sánchez y su coalición tienen un grave problema de ‘relato’.

No menos complicado es el tránsito de Pedro Sánchez por la Sala Tercera del Supremo, encargada de fiscalizar administrativamente las decisiones de su Gobierno y de sus ministros.

En esta sala ha perdido su crédito –el que le quedara– el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, coleccionista de sentencias que desvelan la arbitrariedad de su departamento, por ejemplo, en el acoso al coronel Pérez de los Cobos. Marlaska ha normalizado la ilegalidad como seña de identidad de su vida política.

Es también esta sala la que ha puesto en la picota al todavía fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, porque es ahí donde acaban los funcionarios a los que la Justicia reprocha algo tan sumamente grave como la desviación de poder.

Este no es un escenario de judicialización de la política, sino de sujeción de la política a la ley. Tampoco es una opción para los tribunales de Justicia, sino su obligación, a la que se ven empujados por las vulneraciones de la ley, algunas realmente escandalosas, que perpetra el Gobierno.
Con este nivel de tensión del poder ejecutivo hacia la Justicia, toca ahora la renovación de las presidencias de cuatro salas del Tribunal Supremo, entre ellas, la Segunda y la Tercera. Y esta vez el Gobierno no quiere perder el paso, como le sucedió con la elección de Isabel Perelló para la presidencia del Consejo General del Poder Judicial.
El interés del ministro de Justicia, Félix Bolaños, es aupar a la magistrada Ana Ferrer a la presidencia de la Sala Segunda. Ferrer, identificada con el sector progresista, ya fue candidata a presidir el CGPJ y redactó un voto particular contrario a la decisión de sus compañeros de sala de no amnistiar el delito de malversación de los dirigentes separatistas condenados o procesados por el 1-O.
Al margen de nombres concretos, el deseo del Gobierno ha sido y es establecer una pinza de control político sobre el Tribunal Constitucional –es decir, Conde-Pumpido– y la Sala Segunda del Tribunal Supremo que asegure al PSOE influencia en los dos tribunales, situados en el vértice del Estado de derecho.

Los candidatos son importantes no solo por sus propios méritos profesionales, sino también, y principalmente, por el proyecto que encarnan. Manuel Marchena, cuyo segundo mandato al frente de la Sala Segunda está a punto de expirar, ha encarnado el ideal de juez imparcial e independiente de una manera inusual en la historia de la Justicia española, cuando más intensamente ha sido puesta a prueba.

No es mucho pedir que no se rebaje este umbral de excelencia para futuros nombramientos.

ABC

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Última Actualización: 10/11/2024

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