Hace unos días, un tipo con voz de maricón acomplejado e ínfulas de intelectual que circula por algunas tertulias, dio un cursillo de cristiandad para ateos a un grupo de alumnos con vocación de activismo político, y fue grabado por un infiltrado.
La historia de la mentira como arma política es más antigua que la tos, y los expertos en manipulación de contenidos aconsejan revestir de una suficiente credibilidad esos bulos intencionados, pero vivimos unos tiempos en los que la mentira de los políticos ha dejado de escandalizar a los ciudadanos. Durante el mandato de Donald Trump el Whasintong Post contabilizó 15.413 mentiras que a día de hoy han sido superadas y no ha sido penalizado por sus votantes.
De Pedro Sánchez se sabe que no le dice la verdad ni a su médico, pero el problema no está en la ausencia de principios éticos de los políticos sino en la absoluta falta de respeto por la verdad de periodistas o supuestos pensadores que militan en el crimen de la desinformación consciente.
El tipo de voz aflautada al que me refiero al comienzo de este articulo dice de forma reiterada en el curso de manipulación informativa que hace ante militantes de un partido , que hay que mentir porque el triunfo de un relato falso, por más increíble que resulte, acaba provocando el efecto político deseado.
Escuchar falsedades desde la tribuna del parlamento y, en particular, desde el Banco Azul del gobierno o desde la sala de ruedas de prensa del Consejo de ministros, o de la oposición, es una indignidad asumida por la clase política cuya credibilidad está bajo mínimos, pero formar en la desinformación y la mentira a ciudadanos ideológicamente afines al delincuente es un crimen.
Debería bastarle a los partidos políticos el trabajo sucio que hacen algunos medios de comunicación y sus empleados (prefiero no llamarles periodistas), pero deseducar en el sectarismo es uno de los crímenes políticos más devastadores en una democracia.
Diego Armario
