Parece que ya ni los huevos son sagrados. Ese humilde alimento que antaño llenaba la barriga del obrero, del estudiante y del jubilado, hoy se ha convertido en un lujo digno de gourmet. Dicen que la inflación está bajando… será que no van al supermercado. Porque lo que sí está subiendo, y a ritmo de vértigo es la “baratoflación”, o el arte de encarecer lo barato hasta hacerlo inalcanzable.
Resulta que los huevos, símbolo de la dieta equilibrada, han pasado de ser la solución a la crisis a convertirse en el reflejo más claro de ella. Desde que algún “experto” nutricionista proclamó que eran una fuente excelente de proteínas a bajo precio, los mercados se lo tomaron al pie de la letra: “¿Baratos? ¡Eso no puede ser!”. Y zas, a subirlos como si fueran trufas del Piamonte.
No deja de ser curioso, lo que en la posguerra alimentó a un país entero hoy se exhibe en las cartas de los restaurantes con pretensiones. Aquellas sopas de ajo que daban fuerzas para seguir trabajando, ahora llegan en cuencos minimalistas, con un crujiente de pan “de autor” y un chorrito de aceite “premium”. Las migas, que eran plato de pastores, hoy se sirven con foie y reducción de Pedro Ximénez. Y los arroces, que eran la fiesta de los domingos, cuestan lo mismo que llenar medio depósito de gasolina.
Así nos va. Los ricos se hacen los humildes comiendo platos de pobres, y los pobres se quedan sin huevos… literalmente. Mientras tanto, los políticos se felicitan por los “buenos datos económicos”, quizá porque en su mundo paralelo el desayuno lo paga el erario público.
Eso sí, el marketing hace milagros: ya no es “inflación”, es “ajuste del mercado”; ya no son subidas de precios, sino “revalorización del producto”. Y nosotros, que seguimos pagando la cuenta, solo pedimos una cosa: que no nos toquen más los huevos, ni en la nevera ni en el bolsillo.
Salva Cerezo