Dicen que España es un país de sol, playa y talento… aunque de este último, cada vez queda menos.
No porque falte, sino porque lo estamos exportando a precio de saldo. Nuestros jóvenes más preparados, esos que crecieron escuchando que “el estudio tiene recompensa”, hoy hacen las maletas rumbo a Alemania, Suiza o los Países Bajos. Allí, donde los trenes llegan a su hora y los sueldos también.
Mientras tanto, aquí seguimos entretenidos con debates vacíos, reality shows políticos y una economía que premia más el enchufe que el esfuerzo. Nuestros científicos sirven copas, nuestros ingenieros conducen VTC por 4.000€ mensualres, y nuestros médicos se plantean seriamente si no sería mejor recetar aspirinas desde Berlín.
Lo más curioso es que los mismos dirigentes que lamentan “la fuga de cerebros” son los que han construido un sistema que los expulsa. Y lo hacen sin despeinarse, con la misma naturalidad con la que prometen “crear empleo de calidad” mientras firman contratos temporales de tres horas.
Así que sí, exportamos talento como si fuera un producto más del catálogo nacional. Y a cambio, importamos algo mucho más rentable para los que mandan, como es mediocridad. Esa que no protesta, que no piensa demasiado y que aplaude al poder mientras se arrastra por un sueldo mínimo.
Nuestros jóvenes, en cambio, buscan dignidad, no limosna. Buscan futuro, no favores. Y lo encuentran lejos de casa.
Y lo más triste es que, cuando vuelven en vacaciones, ya no reconocen su país. Ven la misma corrupción maquillada de progreso, los mismos políticos vendiendo humo y la misma sociedad anestesiada por pantallas. España les enseñó a volar, sí… pero olvidó construirles un cielo donde quedarse.
Mientras ellos levantan hospitales, empresas y laboratorios en el extranjero, aquí seguimos discutiendo si es más importante cambiar el himno o la bandera y un montón de gilipolleces más.
Quizás algún día comprendamos que un país no se mide por los turistas que recibe, sino por los hijos que consigue retener.
Salva Cerezo
