Isabel Díaz Ayuso compareció ayer en Leganés, cuarenta y ocho horas después de que se conociera que la Fiscalía de Madrid ha interpuesto una denuncia por dos presuntos fraudes fiscales contra quien hoy es su pareja, Alberto González Amador.
La premura con la que Díaz Ayuso se expuso a las preguntas de los periodistas para brindar explicaciones es coherente con la responsabilidad que ostenta, pero desde luego contrasta en su beneficio frente a las reticencias y los silencios de la presidenta del Congreso, varios ministros y el propio jefe del Gobierno a cuenta de la trama de corrupción destapada alrededor del Ministerio de Transportes y la compra de mascarillas durante la pandemia.
Con lo que conocemos hoy, que no es poco, el presunto delito fiscal cometido por González Amador es un asunto particular, del que tendrá que responder o defenderse como cualquier otro ciudadano y ya se verá si en el litigio la razón queda de su parte o de la administración tributaria.
Pero el supuesto ilícito es del todo ajeno a la actividad pública, conforme a lo que se desarrolla en la denuncia de la Fiscalía. No ha recibido contratos o dinero de la Comunidad de Madrid, según queda constatado, y no ha obtenido favores o ventajas ni de Díaz Ayuso ni de ningún funcionario bajo su mando.
Un político es responsable de lo que haga alguien de su círculo personal íntimo si en ejercicio de su cargo propicia la comisión de una irregularidad. Por tanto, lo que a la presidenta madrileña le pueda parecer la conducta y trayectoria de su pareja es algo que le corresponde resolver a ella en su ámbito privado.
Y en lo que respecta al interés general lo único que cabe objetar es que Ayuso ayer puso la mano en el fuego por la inocencia de su pareja. Aunque el gesto es comprensible desde una perspectiva íntima, asume cierto riesgo al fijar una posición tan explícita sobre conductas que hoy por hoy escapan al control de la propia presidenta y que sólo el tiempo puede acreditar.