Uno ve la actitud del Gobierno español hacia las catástrofes naturales que nos flagelan y necesariamente piensa que hay gato encerrado. No es posible ser tan estúpido o tan malvado o tan inútil.

Contra la evidencia de que hay causas directas, materiales, objetivas y perfectamente identificables en cada caso concreto —por ejemplo, en los incendios de estas semanas—, el poder y sus terminales insisten en construir un relato ajeno a la realidad observable.

«Es el cambio climático», decía la ministra Aagesen mientras la policía detenía a varios «cambios climáticos» con nombre y apellidos. Se sabe que el monte tiende a quemarse en verano cuando no se ha limpiado en primavera y se conoce la identidad de los que han prendido el fuego, pero el Gobierno insiste en su narración sobre el «cambio climático» como causa de la calamidad.

¿Estamos en manos de una caterva de imbéciles? ¿Acaso los que nos gobiernan son unos criminales que nos engañan sin el menor empacho? Ambas opciones son perfectamente verosímiles, pero hay algo más: ocurre que hemos entrado en una fase en la que la decisión política ya no responde a criterios exactamente políticos, sino que obedece a otro tipo de motivaciones. Y así todo se entiende mejor.

En mis novelas sobre El final de los tiempos, hace casi treinta años, imaginé un orden político en el que toda la representación pública había pasado a manos privadas: los grandes consorcios industriales, financieros, mediáticos, etc., se habían adueñado del poder y las decisiones políticas se subordinaban al juego de intereses entre estos agentes. Cualquier consideración elemental sobre el bien común o el interés general carecía ya de todo valor.

El envoltorio formal de la política se mantenía vivo —una presidencia, un parlamento, unos «gestores», unos partidos, incluso unas elecciones—, pero era una cáscara vacía; el poder real estaba en otra parte.

Como era menester que el pueblo siguiera obedeciendo, se hizo preciso establecer una multitud de funcionarios dedicada exclusivamente a construir una narración, un relato, que disfrazara la realidad y justificara la nueva tiranía (inevitable pensar ahora en la legión de guionistas contratada por el actual inquilino de La Moncloa). El resultado tenía algo de alucinación colectiva: la realidad era una, pero todo el mundo vivía como si fuera otra distinta. El poder, naturalmente, sacaba sus beneficios de esta alienación de masas.

Lo que hoy estamos viendo en España se parece mucho a ese paisaje. Si una riada brutal pudo matar a más de doscientas personas en Valencia, fue porque no se habían ejecutado las decisiones necesarias para prevenirlo; si hoy el fuego devora más de cien mil hectáreas, es porque no se han tomado las medidas de precaución precisas. Pero es que la mecánica de la decisión política ya no obedece a esos criterios.

En vez de eso, el poder elude su responsabilidad material e inventa un relato de carácter casi religioso: la emergencia climática, que por su carácter cósmico, inasible, exonera de culpa al gobernante y, al mismo tiempo, contribuye a afianzar los poderosísimos intereses de la industria y sus multimillonarias inversiones.

Nadie parece preguntarse lo obvio: incluso si la emergencia climática fuera real, ¿por qué nadie ha tomado medidas preventivas? Más aún: si realmente existiera una emergencia climática, ¿no sería más lógico actuar para paliar sus efectos limpiando cauces, desbrozando montes, etc.? No: en la lógica «política» actual, de lo que se trata es precisamente de justificar que no se hayan tomado esas decisiones. Porque la política está al servicio de otras cosas.

En realidad, es la dinámica natural de toda oligarquía: los intereses de los agentes privados suplantan por completo al interés público. Digámoslo más claro. Los grupos de interés organizados en torno a la transición energética dictan políticas autodenominadas de «protección» de la naturaleza y «lucha» contra un supuesto cambio climático.

Esas políticas contribuyen a agudizar los efectos de los desastres naturales, desastres que, por otra parte, con frecuencia coinciden con los intereses de esos grupos. Para que nadie se haga las preguntas elementales, se impone un discurso que pone la responsabilidad en instancias inalcanzables («el planeta»), de modo que los responsables políticos dejan de ser responsables y, al mismo tiempo, se garantiza que esas políticas no cambien.

La connivencia de los medios de comunicación oficiales (públicos o privados, lo mismo da) hace el resto. Los criterios clásicos de la acción política dejan de tener sentido. La propia polis se desvanece —calcinada— en beneficio de los nuevos amos.

Julien Freund (entre otros) vislumbró hace muchos años que nuestras sociedades estaban entrando en una fase neo-feudal, no en el sentido clásico de un orden basado en relaciones conflictuales de vasallaje y lealtad, sino en la medida en que la dimensión de lo público, encarnada en el Estado, se fragmenta una miríada de intereses privados, ahora de carácter esencialmente económico.

Aquí, como en la Cosmópolis de mis novelas, el poder se esfuerza en maquillar la realidad con un relato que al mismo tiempo atemorice a la gente, disuelva la responsabilidad política y respalde las ambiciones de los nuevos protagonistas del poder, que son los agentes implicados.

Para el ciudadano que aún quiera tener una Ciudad, la única respuesta posible pasa por recuperar el concepto de lo público (que no, no es sólo lo «estatal»), la función real de lo político y la rehabilitación del único escenario donde la decisión pública es factible, que es el marco nacional.

Y por eso, también aquí, el gran combate de nuestro tiempo ya no está en la oposición derecha/izquierda, sino en la disyuntiva naciones/globalismo.

 Porque, sí, el globalismo mata.

José Javier Esparza (La Gaceta)

Categorizado en:

Política,

Última Actualización: 19/08/2025

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