La realidad no se cree, se sabe con evidencia. No se puede juzgar de lo que será, pero sí de lo que es y ha sido. Y los que tienen ojos en la cara y no se los tapan, conocen la realidad de la Transición, y quieren juzgarla, por higiene mental y porque juzgar a los forajidos y condenarlos es un deber moral. En su Comedia, Dante vino a decir que el mal gobierno es la razón de que el mundo esté condenado. Y el nefasto gobierno de los demócratas capital-socialistas ha condenado a España a la inoperancia, dejándola en manos de sus enemigos.

Es cierto que el pueblo se deja engañar o tentar por las palabras del demagogo. Y el pueblo español es pícaro, y como todo estafador miserable, su modelo a seguir es un estafador próspero y refinado. Por eso elige para gobernarle a los políticos más corruptos y a los trapisondistas más expertos, a la beautiful financiera y a sus esbirros y epígonos. El caso es que esta ha sido la Transición de los traidores, de los resentidos y de los necios, con sus odios y con sus codiciosos y fanáticos afanes. Una Transición que ha demostrado lo débiles que son las razones que inducen a unos y otros a arrastrarse por el fango.

Mientras unos se dedicaban al foro y otros a los aforismos, éstos profesaban el sacerdocio de la secta y aquellos se esforzaban en preocuparse por las medallas, no por las armas; mientras los insignes procuraban reinar desde la irresponsabilidad, los de más allá implantaban su derecho con prevaricaciones y sofismas, y muchos robaban y no pocos hacían negocios, y otros muchos se hundían en pervertidos placeres de la carne, y bastantes, en fin, se abandonaban a la ociosidad. Mientras esto ocurría, como digo, el pueblo, indiferente o complaciente o abyecto ante todas estas cosas, se volvía flébil, es decir, lamentable y digno de ser llorado. Y lo tendrá que pagar.

Lo obvio es que no puede una nación ser respetada si no promulga leyes justas ni exige para ellas el acatamiento debido, especialmente el de los extraños. La sociedad española actual, adormecida por una propaganda mediática vendida al Sistema capital-socialista, refleja problemas, pero, incapaz de reaccionar ante el derrumbe que la amenaza, no plantea conflictos sociales.

La mayor parte de la ciudadanía se limita a contemplar o compartir la asfixiante corrupción de la escena que se desarrolla día a día, limitándose a pasar por la vida como el zombi, el sectario o el subsidiado en que le han convertido.

El incalculable y abigarrado grupo de afectos a la causa gubernamental o del Sistema está constituido por aquellos individuos cuya posición socioeconómica está íntimamente ligada a la graciosa concesión de un subsidio, una prebenda, o a la ostentación de un cargo otorgado por la democrática administración capital-socialista, así como por aquellos grandes empresarios cuyos negocios se benefician de las especulaciones e intrigas financieras y áulicas a que la dominación globalista da lugar.

Y también por aquellos amplios sectores integrados por la cultura de la zeja, los artistas a la sopa boba, los okupas, los vagos vocacionales, los izquierdistas de salón, los delincuentes de Monipodio, los parados de larga duración con ingresos estatales, y demás gente de mal vivir, que gustosos de vegetar a costa del común, sin dar un palo al agua, prefieren ser dirigidos por quienes los educan en la indigencia moral, aunque unos y otros se arrastren por el lodazal de la peor vileza.

Si usted, amable lector, dedica un poco de su tiempo a adicionar unos y otros sumandos, estos afectos a la causa le darán un resultado de muchos millones. Y como los que producen y se esfuerzan van disminuyendo día a día y los pocos productores y abnegados que quedan no hallan al parecer motivo de enfrentamiento, la patria se encuentra en una situación desconcertante: a una desaforada injusticia, a un estratosférico abuso no se corresponde la lógica insurrección civil, sino la asombrosa e irritante calma social.

Y esto es así hasta el punto de que los únicos conflictos que observamos son los causados entre los propios instalados, entre los incontables ventajeros que pugnan por la obtención de más supremacías; y demás rivalidades derivadas de la forma de entender sus alianzas, relaciones y servicios con el Gobierno, las instituciones y el Sistema.

Es decir, la lucha por el «qué hay de lo mío», enfrentamientos, en definitiva, entre los que no quieren ser desmontados del «sillón» por el colega o competidor emergente, o de los que enredan para no quedarse en evidencia a la vista de los frutos podridos del presente que sembraron en el pasado, y tratan de blanquear sus biografías como pueden.

Lo evidente es que la Transición ha sido un período histórico cuya principal característica ha consistido en la copiosa y variopinta germinación de malhechores. Y esa atmósfera delictiva ha conducido a una crisis social de gigantesca envergadura. Al contrario que en nuestra edad barroca en la que la crisis generó al «pícaro», integrado en la propia crisis y parásito de ella, en nuestra coetánea Transición democrática ha sido el «pícaro» el forjador de la crisis.

Y a los gobernantes, educadores, jueces, periodistas e intelectuales que han usufructuado el poder durante estas últimas cuatro décadas largas les corresponde la responsabilidad de esta apoteósica depredación del Estado; a todos ellos debemos la perversión de la atmósfera patria hasta el extremo de haber convertido la democracia en un método de convivencia abominable, y por ello odioso. Deuda que, si la ciudadanía no lo remedia, les saldrá gratis, y se van a ir de rositas, porque la Providencia no tiene por qué ayudar al pueblo que es incapaz de ayudarse a sí mismo.

El caso es que, en todos los rincones de la sociedad española, principiando por la clase política, nos encontramos cucarachas como ciruelas. Pero si la vara de la Transición no ha podido ni querido enderezarse en los tiempos en que aún era tierna, mal remedio tiene ahora que es ya tronco robusto.

Por eso, los memoriales de los diagnosticadores ya han cumplido su función; la diagnosis ya está hecha y los males de la patria están averiguados y codificados. Ahora lo que España necesita no son investigadores del asunto ni arbitristas quiméricos, sino voluntades que atajen dichos males y los solucionen, que propongan trascendentales y eficaces medidas, considerando que no pueden hacerse al arbitrio de las instituciones ni de sus representantes, ya que todas están minadas y controladas por el Gobierno y al servicio del Sistema, es decir, en contra de España.

Medidas en definitiva plenas de pragmatismo y ausentes de utópicas grandilocuencias o de parches para ir tirando.

Pero si no se trata de lamentarse, sin más, tampoco se trata de buscar la verdad sin conocer al que la oculta ni el arte para encontrarla, porque eso sería buscarla en vano. Muchos son los que hacen que buscan, como es el caso de la veleta radiofónica matinal y similares, y muchos también los que buscan sin saber por dónde hay que buscar, todos ellos listos o imbéciles que son puñales contra la Verdad, torciendo el recto sentido de las palabras y sirviendo con su listeza o su sandez al objetivo de los mentirosos.

Lo que el pueblo español necesita ahora, enfermo grave como está, es un líder -individual o grupal- que le dé una purga eficaz, que le sepa mal y le haga bien. Porque España no resurgirá hasta que los españoles encarcelen a los ladrones y criminales que, a socapa de una Transición y de una democracia impostadas, los han venido depredando y asesinando durante casi cinco décadas.

Pues justo sería que sufrieran la pena merecida más de cuatro falsos que, con méritos ajenos o ficticios, han logrado el aplauso de la justicia, de la prensa y del reparto. Llegados a este punto, amables lectores, me dirán ustedes que esto es difícil, incluso imposible. Pues así de difícil e imposible será entonces la recuperación de la patria.

La cuestión es que la imagen de la patria es hoy como un puñal manoseado por generaciones de tahúres y rufianes. Si el pueblo «soberano» o el Rey «irresponsable» siguen soportando agravios, será bajeza o complicidad y no paciencia o indiferencia o irresponsabilidad; si el pueblo inconstante no exige a sus dirigentes más equidad, justicia y trabajo, si se acobarda o acomoda y permite, en vez de ahorcarlos, que le gobiernen los infames, ¿ cómo extrañarse de que tanto la canalla nacional como la de otros pueblos desestimen y desprecien su supuesta soberanía?

Si quiere recobrar su salud, la patria está obligada a meter a los diantres en el horno. ¿Cómo? Ese es el objetivo, encontrar el cómo. El reto ya no consiste en seguir asombrándonos de las abominaciones de que son capaces los abominables, enumerándolas, sino de abrir una brecha en el Sistema por la que irrumpir en su sala de máquinas e iniciar su destrucción.

Menos, pues, perder el tiempo con tertulias y charlas inocuas de derechas y más prepararse para organizar unidos la necesaria sublevación y el imprescindible asalto al muro globalista. ¡Santiago y cierra España! Ese es el lema de esta hora, en lo marcial, en lo social y en lo moral.

Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)

Categorizado en:

Política,

Última Actualización: 13/06/2024

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