Las urnas someterán este domingo a Pedro Sánchez a un examen que marcará el rumbo de las próximas elecciones generales de diciembre. Esta era la idea que originalmente quiso establecer la oposición y este es el marco que, inexplicablemente, el propio presidente del Gobierno ha decidido fijar a pesar de que puede convertirse en una operación de alto riesgo para sus intereses.
Las elecciones municipales y autonómicas adquieren tradicionalmente una singularidad propia y están influidas por la personalidad y la trayectoria que los distintos candidatos tienen en los territorios. En esta ocasión, el protagonismo que el presidente Sánchez se ha arrogado a sí mismo y la intensidad con la que ha sumado a la campaña al Consejo de Ministros harán que estas elecciones adquieran una proyección inequívocamente nacional.
La campaña electoral ha sido excepcional en varios sentidos, muchos de ellos preocupantes. En primer lugar, la fatiga con la que se ha llegado a esta jornada de reflexión demuestra el abuso mediático y político que se ha ejercido durante los últimos meses, convirtiendo la actividad parlamentaria y la agenda de los distintos ministros en una campaña electoral permanente. Convertir la excepción en regla y prolongar la tensión electoral más allá de lo razonable no sólo es una imprudencia sino que, además, corre el riesgo de demostrarse enormemente ineficaz.
Al escándalo del voto por correo en Melilla le sucedió una colección de supuestos fraudes que han implicado de forma directa a candidatos del Partido Socialista por una cuestión tan oscura y comprometedora como la compra de votos. A los casos de Mojácar, Albudeite o Huévar del Aljarafe, hay que sumar otra serie de casos que evidencian el estado de descontrol en el que se encuentra el partido.
La posible implicación del número tres del PSOE de Andalucía en el secuestro con violencia de una concejala o la inclusión de un ‘latin king’ en las listas de Valencia son hechos que parecen evidenciar una dolosa falta de vigilancia.
Lo más preocupante no son sólo estos hechos sino la ausencia de explicaciones y la inexistente rendición de cuentas ante unos acontecimientos que adquieren una extraordinaria relevancia. Caben pocas dudas de que nos encontramos ante una campaña en la que el desprestigio de los procesos y de las instituciones habría requerido una reacción firme y rotunda por parte de los responsables socialistas.
No sólo el PSOE ha adoptado una posición insólita. Unidas Podemos, socio en la coalición de Gobierno, ha rebasado también algunos límites que resultan sorprendentes incluso para quienes están acostumbrados a importar prácticas ajenas a la democracia liberal.
En estas semanas hemos visto a Pablo Iglesias, a quien Sánchez nombró vicepresidente, anunciar desde un populismo que frisa lo inverosímil un supuesto golpe de Estado desde Madrid. Hemos visto también cómo una ministra del Gobierno de España ha señalado desde su camiseta al hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y hemos contemplado el rostro estampado en lonas y carteles de ciudadanos sobre los que no pesa ninguna sospecha de culpabilidad. Prácticas inquisitoriales que habrían resultado inimaginables hace solo unos años.
En nada beneficia a nuestra democracia un clima de crispación y de desconfianza pública como el que vivimos. Un desprecio semejante por la institucionalidad es algo que un partido como el PSOE no puede permitirse e inaugura una forma de hacer política que excede los márgenes pactados hasta el momento, incluso entre quienes están llamados a ejercer un legítimo disenso ideológico.
Este domingo los españoles decidirán si convalidan esta nueva manera de entender la política o si, por el contrario, plantean esta legislatura como un suceso excepcional que debe ser revertido, retornando a formas más templadas y ortodoxas en la manera de entender la política.
ABC