El Gobierno de Pedro Sánchez vetó en el Senado una enmienda a los Presupuestos Generales del Estado de 2021 que pedía destinar siete millones de euros para la ejecución de unas obras en el llamado barranco del Poyo que limitasen su potencial peligrosidad en caso de inundaciones.
Los alcaldes de la comarca, que hoy es la zona cero de la catástrofe del 29 de octubre, insistían en la imperiosa necesidad de hacer una intervención básica, pues el mencionado paraje se ha visto anegado hasta en un centenar de ocasiones, según recogen los anales hidrográficos del lugar, más de una decena en lo que va de siglo. No hubo manera de que el Ejecutivo de Sánchez se aviniese a dedicar un solo euro a una intervención que resultaba vital para la seguridad de la zona.
Había otras prioridades, al parecer. Al menos la ministra para la Transición Ecológica y vicepresidenta tercera del Gobierno, Teresa Ribera, no movió un dedo para atender una inversión que, cuatro años después, podía haber rebajado la letalidad y devastación que ha provocado la DANA.
El resultado es que el PSOE y sus socios tumbaron la enmienda, ideada por Compromís, que proponía esa inversión para «mejorar y acondicionar los márgenes del barranco a su paso por Torrente, Paiporta, Picaña. Masanasa y Catarroja», asoladas hoy tras la última inundación.
La reforma del barranco del Poyo es, sin duda, un fracaso colectivo de varios gobiernos centrales y autonómicos, que nunca han tenido por urgente solucionar ese potencial peligro para los habitantes de la zona. A los fallos de gestión se unen los errores de carácter ideológico, cuyo último exponente es la Ley de Protección de la Huerta del Ejecutivo regional presidido por Ximo Puig, que priorizó la recuperación de los espacios agrarios del área metropolitana de Valencia sobre la reforma del barranco que ya estaba proyectada y que hubiera evitado la devastación hasta arrasar localidades como Paiporta, Catarroja y Benetúser, entre otras.
Las prioridades de la agenda de la izquierda política y social se mueven comúnmente por un sectarismo doctrinal que le impide distinguir lo imprescindible de lo caprichoso, el ecologismo de salón de un medioambientalismo sensato. Y todo depende de según y cómo, pues se puede ser antienergía nuclear en España y defender con pasión en Bruselas las centrales atómicas, como ha dejado claro la candidata a vicepresidenta de la Comisión y responsable del área de Competencia, que hoy se somete al examen de idoneidad para este puesto ante el Parlamento Europeo.