Siempre que la sociedad es subyugada o acepta envilecerse por las ideas socialcomunistas acaba envuelta en crímenes y miseria. Pero del mismo modo que hay individuos que arruinan su vida, no en aras del bien común ni de la revolución social, sino por la inmoralidad, la imperfección o la ideología del momento (drogas, perversexualidad, etc.), así le ocurre a la sociedad entera. Y, de este modo, la insensatez y el vicio van cobrándose valores y vidas.
Ni el terror ni el crimen pueden disculparse ni excusarse. No obstante, en nuestra época, con el terror y con el crimen nos desayunamos todos los días y la sociedad no sólo permanece muda frente a ellos, sino que ni siquiera es capaz de protegerse de su amenaza.
En teoría, sólo el Estado, por mandato del pueblo soberano, en representación de éste y para defensa de la sociedad, tiene el monopolio de la violencia. Pero nos encontramos con un Estado represivo, secuestrado por las oligarquías y por sus esbirros, que utiliza la violencia contra aquellos a los que representa y debiera amparar.
Este Estado que con los impuestos de todos actúa en interés o por cuenta de una elite demente, conforme al criterio civilizador de un globalismo ideado por ella, se ha arrogado la tutela de las muchedumbres para masacrarlas, exigiéndolas colaboración o asentimiento. Y condenándolas al ostracismo más lóbrego o a la muerte más cruel y despiadada si se niegan a ello.
En esta humanidad en la que no podrá existir paz ni fraternidad, porque los nuevos amos desvirtúan u ocultan la evidencia de las cosas y fomentan los peores vicios del alma, la concepción despótica de la autoridad es llevada al extremo, dispuesta a condenar al común a permanecer en una lactancia cultural, en un ateísmo espiritual y en una imbecilidad mental. De ahí que, si la sociedad gobernada no posee control efectivo sobre el Estado gobernante, y las «razones» de dicho Estado se oponen a la razón genuina y a la justicia, jamás puede hablarse de democracia.
O lo que es lo mismo: en nuestra situación actual cualquier cita con las urnas es una absoluta farsa que sólo ha de servir para asentar más aún a los entronizados. Las elecciones son el cenit de la sinrazón, el adorno del déspota para burlar y despreciar con más sevicia -si es que aún cabe más encarnizamiento- al ciudadano.
Esa sinrazón que, junto con la violencia terrorista y legislativa, llevan décadas instalando en la sociedad y a la que no deja de inclinarse ésta, sin cuestionar ni cuestionarse nada y sin preocuparse por el conocimiento de las causas.
VOX debiera saber o debiera comunicar al pueblo que la tarea del Estado no ha de tener una voluntad o unos intereses distintos de los que tienen los ciudadanos, que son quienes le prestan las razones al Estado. Porque el Estado no piensa, piensa el pueblo soberano que es quien lo estructura y conforma.
Y si tenemos un pueblo analfabeto, que ignora o quiere ignorar todo esto y que abomina de su soberanía y se la entrega a los traidores, VOX debiera gritar contra ese pueblo para que despierte, poniéndole ante el espejo de sus responsabilidades.
VOX no puede creer que, atacando solamente a los perturbadores del orden doméstico, se vendrán abajo las causas culturales, sociales y políticas del desorden. Esta es la cómoda conciencia de quien no quiere ver más allá de los límites provincianos.
Hoy, el crimen, presente en nuestra gobernanza, no está sólo ni sobre todo en ella. El Ministerio del Interior, por poner un ejemplo, en la actualidad puede ser dirigido tanto por un juez bardaje, como por un bausán terrorista, una bojiganga separatista, un meapilas o un correcto y boquimuelle pepero, todos ellos convictos y confesos de sus atributos.
Porque hoy más que nunca la historia y la naturaleza humana han demostrado que ser de izquierdas o de derechas es escoger, como dijo Ortega, una de las innumerables maneras que se ofrecen al ser humano para ser imbécil.
Ambas son formas de hemiplejía moral. Quiere decirse que no son ellos -izquierdistas y derechistas, mero engaño lingüístico- los que manejan la máquina, sino meros subordinados ideológicos al servicio de la oligarquía financiera mundial.
Por eso VOX debiera entender la diferencia práctica -no teórica- entre el absolutismo y la democracia. Que, si el Estado no representa a la sociedad, sino que la depreda, si no le proporciona un clima de libertad de pensamiento, sino que la multa y encarcela por pensar y, más allá, le impide reflexionar sobre las causas que originan el abuso y la violencia de ese Estado oligárquico, hablar de democracia y de elecciones es un puro sarcasmo.
VOX debiera saber que, en esta gravísima tesitura en que nos encontramos, las elecciones no sirven para nada, que sólo es posible revertir la situación con un pueblo unido y consciente, dispuesto a rebelarse no ya contra la basura partidocrática que nos ha traído hasta aquí, sino contra el Sistema que maneja y protege a esta bazofia política que padecemos. Porque si se desmorona el Sistema, su derrumbe sepultará a todos sus gorgojos.
La única actitud política prudente en esta hora consiste en la cruda y decidida denuncia del Sistema, con la consecuente actuación para su desmantelamiento. Y para ello es ineludible la unión a nivel internacional de todos los intelectuales de la «diferencia» y la creación de potentes equipos mediáticos y jurídicos que desenmascaren y se opongan a la oscura y demencial cofradía de plutócratas erigida como omnipotente secta demiúrgica.
A un Estado represivo como el nuestro, ligado de manera más o menos visible a las aspiraciones antinaturales y pervertidoras de los nuevos amos no se le puede entregar la pera en dulce de las urnas. Ítem más, sin cuestionarlas ni controlarlas.
Porque aceptar la trampa equivale a aceptar a los tramposos, quedándose, además, el engañado con cara de bobo. De ahí que la única aspiración válida de un político y de un partido que se estimen es la rebeldía absoluta contra lo establecido por los traidores y por los criminales. VOX debiera saber que el águila no caza moscas, que aspira a piezas mayores.
Admitir el Sistema es tolerar la perversión, el crimen y el terror. El reto, hoy, consiste en hallar la manera, civilizada, si es posible, de debilitar o cercenar la omnipotencia de la oligarquía financiera y la de sus gusanos.
Lo contrario, es decir, las elecciones y demás parafernalia sistémica, supone legitimar a la barbarie y abandonar a una multitud subyugada, anestesiada por sus propios pecados y por los de sus enemigos.
Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)