Este 2023 es un año cargado de expectativas políticas y económicas, que no deberían velar la culminación del proceso constante de la normalización de ETA en la narración de la actualidad española, de la que forma parte la marcha organizada ayer en Bilbao por Sare. Es un proceso que el PSOE comenzó con José Luis Rodríguez Zapatero y está rematando el actual Gobierno de coalición.

La negociación política iniciada por el anterior presidente socialista con ETA legitimó al entramado batasuno como interlocutor válido para la izquierda, con el impulso fácilmente explicable de la legalización de Bildu por el Tribunal Constitucional.

A la legitimación política le ha seguido una dinámica imparable de acercamientos de etarras a cárceles próximas al País Vasco o de esta comunidad autónoma, incluyendo beneficios penitenciarios y homenajes públicos a asesinos no arrepentidos. La transferencia de competencias en esta materia al Gobierno vasco solo ha reforzado los fundamentos de este proceso.

Al menos, los esfuerzos de la Audiencia Nacional por preservar la legalidad penitenciaria, con la revocación de algunas excarcelaciones, mantienen algo de dignidad en el Estado de derecho.

Sin embargo, nada va a hacer que cambie el designio de la izquierda española de sumar fuerzas con el frente político filoetarra, porque responde a una estrategia de calado histórico, con la vista puesta en evitar que el Partido Popular vuelva a gobernar, por un lado, y forzar un cambio constituyente que deje en el recuerdo el pacto constitucional de 1978, por otro. 2023 va a ser el año que verá el ‘presos, fuera’.

Las decisiones del Ministerio del Interior sobre los presos de ETA no son consecuencia inevitable de la ley. En algunos casos ha podido ser así, cuando el preso ha cumplido buena parte de su condena, ha mostrado su arrepentimiento, ha pedido perdón sincero a las víctimas y ha colaborado, en la medida que sea, en el esclarecimiento de crímenes aún sin juzgar.

Pero estos casos han sido la minoría. En la mayoría, las decisiones de Interior se han basado en la ejecución de un plan pactado con grupos afines a Bildu y con Bildu mismo. Han sido, por tanto, decisiones políticas para lograr fines políticos.

Todo está por escrito: desde el deseo de Pablo Iglesias, como vicepresidente del Gobierno, de incorporar a Bildu a la dirección del Estado, a la arenga de Arnaldo Otegi a los suyos para cambiar votos a cambio de presos. Entre medias no han faltado socialistas que llegaron a decir que Bildu tenía más sentido de Estado que el PP.

En esta deriva germinó y ha fructificado la posición arrogante y envalentonado de EH Bildu como factor determinante de la orientación que el Estado ha ido imponiendo al final de ETA. Mientras Otegi y los suyos hacen recuento de dividendos con el PSOE en La Moncloa y sacan pecho, como ayer en Bilbao, las víctimas se sienten marginadas y tratadas como objetos de un recuerdo paternalista, sin significado histórico ni político.

La guerra la gana quien se apunta la última batalla, y si este esquema de interpretación de la realidad se aplica a la posición política de los sucesores de ETA, es fácil entender a quienes afirman que ETA perdió todas las batallas, pero está ganando la guerra de su significado histórico.

Nada de lo que está sucediendo es fruto de la precipitación. Por el contrario, la cordial relación de la izquierda española con EH Bildu es la manifestación de una voluntad decidida a dejar sin efecto el acuerdo constitucional de 1978 y a crear un gran frente de izquierda que no se sienta comprometido con la democracia liberal.

ABC

 

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Última Actualización: 13/06/2024

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