La Comunidad de las Hermanas Clarisas de Belorado pasa por uno de los momentos más angustioso desde su fundación, algo que a mí, como ser humano y sobre todo como católico, me produce una profunda consternación.
La cosa comenzó mal y cada vez se ha ido poniéndose peor, hasta llegar a un punto de difícil retorno, por lo que humildemente pienso que unos y otros deberían cuestionarse si las cosas no se podían haber hecho de otra forma… pero vayamos con los acontecimientos.
El 13 de mayo la M. Abadesa Sor Isabel firmaba un Manifiesto, refrendado por las religiosas de la Comunidad, según el cual tomaban la decisión de apartarse de la Iglesia Católica después de “una madura meditada y consciente reflexión” y el motivo, según el comunicado, no era otro que la discrepancia con la doctrina de la Iglesia tras el Vaticano II .
A tal efecto fueron convocadas para que comparecieran ante el Tribunal Eclesiástico, en fecha que expiraba el 21 de junio a las 14 horas. Habiéndose cumplido el plazo sin que las religiosas comparecieran, el arzobispo de Burgos, Mons. Mario Iceta, en una operación relámpago declaraba la excomunión a 10 de ellas al día siguiente sábado 22 de junio.
Cuesta trabajo creer que en el siglo XXI puedan suceder estas cosas. Se excomulga a unas monjas en caliente, de forma fulminante y sin haberse sentado a la mesa para dar y recibir explicaciones, y esto sucede cuando se daba por cierto que en la sociedad actual no había muros imposibles de derribar, ni puentes que no fueran posibles de construir.
Parecía que después de que el Vaticano II consagrara la libertad religiosa y de conciencia como derecho fundamental de la persona humana, la excomunión solo podía darse en casos excepcionales y nunca antes de haber agotado todos los plazos y haber explorado todos los caminos.
Todo hacía suponer que el tiempo de los anatemas había pasado de moda y las discrepancias se podía limar con diálogo, paciencia, comprensión y sobre todo poniendo en práctica la caridad cristiana, que es lo que verdaderamente importa porque, no nos engañemos, sin la caridad nada hay que tenga valor, tal como dice Pablo: “Si tuviera toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy.” (Corintios, 13, 2.)
A partir de ahora tenemos por delante la difícil tarea de encajar el hecho consumado de la excomunión de una comunidad de religiosas entregadas a Dios, con la idea de una iglesia de puerta abiertas donde hay lugar para todos, la misma que en el dialogo permanente que mantiene con la Iglesia Ortodoxa apela a la legítima diversidad ¿No habíamos quedado en que la palabra cismáticos quedaba sustituida por la de hermanos separados, a los que estamos obligados a acoger y caminar juntos?
Con esto no trato de justificar el Manifiesto del 13 mayo firmado por la madre abadesa Sor Isabel y refrendado por las hermanas de Belorado. Yo hubiera actuado de forma diferente; lo que quiero decir es que, dado el final tan dramático de todo lo sucedido, cabe pensar que algo debe de haber fallado, bien en las formas, bien en los tiempos, por lo que debería de ser analizado cuidadosamente por quien o quienes corresponda. Se ha insinuado que el verdadero motivo de la separación no es propiamente dogmático-religioso sino financiero o en todo caso el afán desmedido de una superiora que intenta perpetuarse en el cargo. Si así fuera, cabe preguntar:¿No hubieran sido aconsejables otro tipo de medidas sin tener que recurrir a la excomunión?
En fin, lo hecho hecho está y lo que ahora procede es disponerse para afrontar cristianamente una segunda parte en la que se va a poner en juego el destino de unas monjas indefensas, que están siendo juzgadas muy severamente por el tribunal popular integrado por no pocos que se consideran cristianos. No es mi caso. Yo no quiero juzgar a nadie por pura coherencia evangélica, pues fue el mismo Señor quien instó a que no lo hiciéramos. “No juzguéis, nos dijo, y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados.
Porque con la medida que midiereis seréis medidos.” Dejemos que sea Dios, que conoce el fondo y todos los recovecos de los corazones humanos, quien las juzgue. Conformémonos nosotros con respetarlas, a sabiendas de que juzgando podemos errar; solamente amando con amor de caridad estaremos seguros de que no nos equivocamos nunca. Recemos por quienes se han pasado lo mejor de su vida rezando por todos nosotros, por el mundo y por la Iglesia de Dios.
Con enorme disgusto por mi parte he de decir que no me gusta el trato que están recibiendo las monjas de Belorado en las redes de comunicación sociales. Se les está tratando de forma desconsiderada, se les acusa sin pruebas o se formulan juicios de intenciones, que sólo Dios y ellas conocen.
Es como si todo el mundo quisiera hacer leña del árbol caído. Uno de los juicios en el que casi todos coinciden es que se han dejado “comer el coco” por un tal Rojas, de quien yo nunca había oído hablar, como si ellas, por el mero hecho de ser mujeres, carecieran de voluntad y criterio propios, como si de unas menores de edad se tratara. Y luego vemos machismo por todas las partes sin ningún pudor.
Me preocupa la situación en que van a quedar estas hermanas nuestras, como me preocuparía la de cualquier familia a punto de ser desalojada. Rezo para que no les falte los auxilios materiales y espirituales que fueran menester, se lo merecen después de una vida consagrada a Dios y después también de haber trabajado duro en orden a conseguir un seguro de vida.
Según ellas mismas declaran están preparadas para caminar solas y libres en línea directa con el Esposo, convencidas como lo estaba también Teresa de Jesús de que “Quien a Dios tiene nada le falta”.
A pesar de mis buenos deseos, mucho me temo que se les avecina tiempos difíciles de tribulación y que su destino no va ser mejor que el de los curas de la Sacristía de la Vendée, la Fundación Nacional Francisco Franco o La Comunidad de Benedictina del Valle de los Caídos y es que ser admirador o admiradora de hombres justos en tiempos difíciles y defender su memoria, tiene su precio en una España desquiciada.
Angel Gutierrez Sanz (ÑTV España)