Todos los veranos, como es sabido, tienen su «serpiente» informativa. La de este verano de 2023 es sin duda alguna VOX: la crisis de VOX, la desaparición de VOX, la demolición de VOX, la aniquilación de VOX o incluso el apocalipsis de VOX, que en materia de sustantivos, cuando se trata de serpientes de verano, ninguno sobra. Dejémoslo en el drama de VOX. Y como en todo drama, escondido en la concha del escenario descubrimos al apuntador. En este caso, una auténtica muchedumbre de apuntadores.

La súbita convergencia de «todos contra VOX» forma parte, muy evidentemente, de estrategias diseñadas desde fuera del partido en cuestión, pero es verdad que VOX se ha convertido en un problema. Para los enemigos, porque el bicho se resiste a morir, y para los amigos, o para esos que un día lo fueron, porque VOX ha resultado ser algo distinto a lo que en su momento pensaron.

Entre la presión de unos y otros, VOX puede terminar convirtiéndose en un problema incluso para sus propios votantes. De esta manera, VOX acabaría en la triste lista de partidos que pudieron ser y no fueron, como UPyD, Ciudadanos y pronto, verosímilmente, Podemos. A la postre, la función de VOX, como la de los anteriores, no habría sido otra que corregir temporalmente las insuficiencias del bipartidismo.

Hay quien ya vende la piel del oso antes de cazarlo. No puede sorprender que los vendedores (los apuntadores de nuestro drama) tengan su bazar en las fábricas mediáticas de la opinión «de derechas». Otra cosa es que realmente haya mercancía para poner a la venta.

Cuando todos descubrieron «su» VOX

Que la izquierda ataque a VOX es enteramente natural: la izquierda española nunca había tenido un enemigo tan correoso. Más atención merecen los ataques que vienen del otro lado. ¿Por qué la prensa convencionalmente llamada «de derechas» (es decir, la que no está en la izquierda) ha roto a vender los despojos de VOX? Este es un asunto especialmente interesante, y sobre el girarán las líneas que siguen.

Ante todo, conviene hacer un poco de memoria. Cuando VOX dio su gran salto, en las elecciones andaluzas de 2018, pudimos asistir a un espectáculo portentoso: decenas de opinadores de derechas (y centro) se volvieron hacia el partido de Abascal, al que en general habían ignorado o despreciado en los años anteriores, y le abrieron las puertas de los grandes medios de comunicación.

No solo se las abrieron, sino que extendieron alfombras rojas para que VOX entrara y adornaron las sienes de Abascal con laureles, y si no aviaron púberes caneforas para que le brindaran el mirto y el acanto fue, simplemente, porque ya nadie se acuerda de quién era Rubén. En aquella espectacular acogida había, sin embargo, algo inquietante: el VOX que los fabricantes de la opinión de derechas descubrían no era propiamente VOX, sino «su» VOX, es decir, lo que cada cual quería ver en el fenómeno del momento. Hay que entenderlo: veníamos de las hieles del septenio rajoyano, olla podrida de todas las decepciones, y todo el mundo buscaba una esperanza nueva. Por eso cada cual vio en VOX lo que quiso ver.

Los liberales quisieron ver a un partido que, por fin, planteaba abiertamente un modelo de restricción del gasto público e impuestos bajos después de la traición socialdemócrata de Rajoy. Los cristianos quisieron ver a un partido que se atrevía a plantear sin complejos cuestiones como el derecho a la vida (vale decir, la limitación del aborto) o la plena libertad de enseñanza.

Los conservadores quisieron ver al partido que de verdad iba a plantar cara a la hegemonía social y cultural de la izquierda. Los autodenominados «constitucionalistas» quisieron ver a un defensor insobornable de las libertades lingüísticas, la unidad nacional y la igualdad de todos ante la ley, frente al continuo chantaje separatista.

Los identitarios quisieron ver al partido que por primera vez se atrevía a denunciar los estragos de la inmigración ilegal. Los patriotas quisieron ver al partido que iba a poner los intereses nacionales por delante de las exigencias de Bruselas. Todos, en fin, quisieron ver en VOX al partido que iba a representarles precisamente allí donde nadie, ni de derechas ni de izquierdas, podía hacerlo ya. Aún más: para muchos, la aparición de VOX iba a forzar al PP a volver a ser un partido «de derechas».

Es verdad que VOX ha venido siendo, en mayor o menor medida, todas esas cosas. Ahora bien, no era plenamente ninguna de ellas ni quería serlo. VOX nació para dar respuesta a unas realidades muy concretas, pero la realidad política es dinámica, nunca estática. Por otra parte, esa realidad, por decirlo así, se compone de esferas diferentes pero interconectadas (lo económico, lo social, lo institucional, etc.) que rara vez admiten una interpretación unívoca.

Quiere decirse que uno puede ser más o menos liberal en lo económico, más o menos conservador en lo cultural, más o menos cristiano en lo social y más o menos soberanista en la política de Estado, y el resultado no tiene por qué ser contradictorio, pero inevitablemente dejará insatisfecho al que busque una respuesta únicamente liberal o únicamente cristiana, por ejemplo.

La expectativa frustrada: resulta que VOX tenia vida propia 

En parte —sólo en parte—, lo que está pasando ahora mismo en torno a VOX tiene bastante que ver con esta frustración de expectativas. Resulta que VOX tenía vida propia, mire usted por dónde. Los liberales han empezado a sentirse incómodos con un partido que, por patriota, critica la ideología globalista, por identitario critica la inmigración masiva y por cristiano critica el aborto y la ideología LGTB.

Los cristianos han empezado a sentirse incómodos con un partido que, por patriota, disiente del laxismo episcopal hacia la inmigración ilegal y, por conservador, insiste en dar batallas de las que la Iglesia ya ha desertado. Los conservadores han empezado a sentirse incómodos con un partido que, por identitario y patriota, rehúye los consensos del sistema, no babea con Bruselas, es poco dado a los ejercicios de moderación, se abre excesivamente a las clases populares y se sube a los tractores.

Los «constitucionalistas» (siempre autodenominados) empiezan a sentirse incómodos ante un partido que pone la nación por delante de la Constitución, los identitarios empiezan a sentirse incómodos ante un partido demasiado abierto a la inmigración de origen iberoamericano e incluso los patriotas, también ellos, se sienten incómodos ante un partido que en su política exterior coincide con la OTAN. O sea que, de repente, un montón de gente parece haber descubierto que VOX no es lo que ellos creían. Así las cañas han empezado a volverse lanzas (o navajas de malhechor).

Al margen de cuestiones personales y de querellas de cocina, hay que tomar con la mayor seriedad todas estas reservas, todas estas «incomodidades», porque forman parte de la realidad política de nuestro tiempo y, de modo muy particular, en el ámbito de eso que se conoce como derecha. Además, el ejercicio nos permite entender qué puede pintar un movimiento como VOX en el actual paisaje.

La derecha y la izquierda convencionales, en España como en otros lugares, son formaciones que responden a una visión de la realidad todavía heredera del siglo XX: liberalismo contra socialismo, atlantismo contra sovietismo, cristianismo contra nihilismo, Constitución contra separatismo, etc. Ese marco mental permanece aún hoy porque es cómodo y, además, garantiza la supervivencia de los principales agentes implicados, pero hace tiempo que no responde a la realidad objetiva.

¿Qué sobrevive realmente hoy de las viejas familias, de las doce tribus de la derecha perdida? El globalismo ha arruinado el sueño liberal de un mundo que accedería por sí mismo a la justicia y la prosperidad por las solas virtudes mirificas del mercado. La evolución de nuestro sistema político ha arruinado el sueño «constitucionalista» desde el momento en que ha quedado demostrado que se puede dinamitar la Constitución dentro del propio sistema constitucional.

La deriva de la Iglesia bajo el pontificado de Francisco ha arruinado el sueño del catolicismo político, que creyó posible construir una derecha social capaz de defender valores no negociables al amparo de la recia columna de la Santa Madre. El brutal cambio de paradigma ideológico de esta década, que ha convertido a los estados nacionales en meros administradores de la Agenda 2030 y a Occidente en un parque temático progresista de la globalización, ha arruinado el sueño de los conservadores por la simple razón de que ya no queda nada que merezca ser conservado.

Esta es la realidad de eso que se llama derecha en este momento del siglo XXI. Y no más brillante, por cierto, es el horizonte de la izquierda, que emborracha a sus masas con litronas de nihilismo infantil mientras entrega la soberanía real a poderes ajenos al pueblo (a cualquier pueblo).

No estamos hablando de cuestiones teóricas, sino que todo esto tiene una traducción inmediata en el plano de la política diaria. Por ejemplo, uno no puede seguir defendiendo alegremente la «inmigración legal y ordenada» cuando sabe que el fenómeno tira hacia abajo de los salarios y, por esa vía, depaupera a las ya muy depauperadas clases medias.

También por ejemplo, uno no puede seguir abrazando dogmáticamente la libre circulación de mercancías cuando sabe que eso supone primar a productos extranjeros fabricados a mejor precio (por elaborarlos en peores condiciones) y condenar al cierre a los productores locales. Y también por ejemplo, y por poner un caso muy español, uno no puede seguir abanderando el Estado de las Autonomías cuando sabe que, en la práctica, está conduciendo a una limitación galopante de las libertades ciudadanas y a una erosión sin pausa del propio Estado.

Todas estas cosas han hecho que los términos derecha e izquierda contengan cada vez menos sustancia. En la izquierda lo saben y por eso han recurrido a profanar tumbas para maquillar su vacío ideológico. También lo saben en el PP, que ha optado por renunciar a cualquier idea fuerte en aras de la «centralidad». Pero son giros en la nada.

La realidad se mueve, las cosas cambian y la política, que es el gobierno de las cosas, no puede permanecer ajena a la transformación. Salvo que uno decida dejarse llevar, seguir la corriente dominante, abstenerse de cualquier acción, de cualquier decisión, y limitarse a gestionar lo que hay. Ahí es donde ha querido colocarse el PP y eso es lo que VOX no soporta (y por eso en las fábricas de la derecha ya no soportan a VOX).

Romper la mortaja mediática 

Ahora el PP y sus opinadores alimentan la «hecatombe de VOX» con la nada disimulada ambición de quedarse con los despojos del cadáver: «De esos tres millones de votos de VOX, nos bastarían dos para hacer lo que queremos hacer». Bien: ¿para hacer qué? Porque ahí es donde radica la cuestión, pero ésta es precisamente la cuestión que los opinadores de la derecha han decidido no plantear.

Ellos se mantienen en su viejo marco mental. Tan viejo que explican la crisis de VOX como una pugna entre falangistas e integristas contra liberales, es decir, los términos que usaríamos para explicar una crisis ministerial en 1969. Es como si describiéramos las querellas de la Comisión Europea hablando de güelfos y gibelinos. Realmente, no es sólo VOX quien debería hacer autocrítica.

De Manuel Fraga se cuenta que en cierta ocasión, evaluando el panorama mediático español de los años 80 tardíos, soltó la siguiente sentencia: «En España no ganará la derecha mientras Anson siga dirigiendo el ABC». El dicterio tiene que tomarse como sinécdoque y puede interpretarse así: en España la derecha no ganará unas elecciones mientras sus fábricas de opinión sigan atadas a los intereses y servidumbres entrelazados en los últimos veinte años.

En realidad ocurrió al revés: primero fue la victoria del PP en 1996 y después la salida de Anson del ABC, aunque el viejo maestro andaba ya muy tocado del ala. Sea como fuere, lo esencial de la sentencia nos vale: la derecha española no podrá cambiar a fondo el país mientras sus fábricas de opinión sigan atadas a las redes de intereses consolidadas durante los últimos cuarenta años, ya se trate de hiperliderazgos locales o de intereses corporativos o de sistemas de subvenciones bien amarrados.

Para ese mundo, para sus tribunos y contertulios y opinadores, VOX es un fenómeno extraño que no encaja en su cómodo marco mental. Es más fácil recurrir a etiquetas de hace más de medio siglo: falangistas, integristas, liberales y todas esas cosas. Es más fácil, sí, pero es mentira. Y lo saben.

Ahora la cuestión es saber si VOX será capaz de sobreponerse al relato sobre su propia muerte y construir un marco mental nuevo, una atmósfera de ideas donde pueda respirar. No lo va a tener nada fácil porque los medios de comunicación dominantes ya han tejido la mortaja del difunto. A partir de ahora -aunque, en realidad, todo esto empezó mediada la última campaña electoral-, cada cosa que pase en VOX será unánimemente interpretada como síntoma seguro de la inminente extinción.

Y sin embargo, todos los problemas que VOX ha venido poniendo encima de la mesa van a seguir presentes: la ruptura de la unidad nacional, la merma objetiva de libertades en manos del separatismo y de sus muletas de izquierda, el desvanecimiento objetivo de la soberanía nacional (en materia energética, sanitaria, alimentaria, etc.) con inmediato perjuicio para los ciudadanos de a pie, la degradación galopante de la moral social y de la seguridad ciudadana, etc.

Al final, la fuerza de VOX no está en las familias ideológicas que lo componen, sino en la realidad lacerante que denuncia. Eso fue lo que impulsó al movimiento desde sus inicios y ese es el marco del que no debe apartarse, so pena de acabar, esta vez sí, como esos otros partidos que pudieron ser y no fueron. Dicho en otros términos: VOX debe bajarse del escenario y escribir su propio drama. Y que la autocrítica se la haga a sí mismo el apuntador.

José Javier Esparza (La Gaceta)

Categorizado en:

Política,

Última Actualización: 13/06/2024

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