La historia del feminismo, sobre todo en lo que atañe al siglo XX y al XXI en Occidente, es una historia de éxito. Las conquistas sociales que equiparan en dignidad y derechos al cincuenta por ciento de la población son un ejemplo paradigmático de cómo las sociedades progresan moralmente y de que existen estándares éticos que pueden defenderse más allá de las diferencias culturales y de las circunstancias.
Sin embargo, como cualquier causa justa, el feminismo no es inmune a tensiones que son consecuencia de los debates internos que desde la libertad y el respeto deben seguir celebrándose.
En los últimos años, y de forma muy visible en España, ha existido una división en el seno del movimiento feminista. La rigidez con la que algunas personas levantan muros ha creado ortodoxias que son contrarias al libre ejercicio de la reflexión.
Por eso ayer fueron dos, y no una, las manifestaciones que recorrieron las calles de Madrid, y por eso es cada vez más difícil disentir de los marcos dominantes que en ocasiones ejercen una presión injustificada sobre quienes dudan o plantean objeciones y matices perfectamente legítimos.
Las causas justas siempre corren el riesgo de mercantilizarse y la urgencia con la que el Gobierno tramitó leyes como el ‘solo sí es sí’ o la ley Trans demuestran que la sensibilidad social o las buenas intenciones no son garantías de una mejor legislación.
El diálogo, la prudencia, el realismo y la ausencia de prejuicios son ingredientes imprescindibles en el seno de cualquier movimiento social y de toda actividad legislativa responsable. El feminismo, a este respecto, no es una excepción.
Los resultados indeseados de la ley del ‘solo sí es sí’ o los esperpénticos casos que nos llegan desde Ceuta en los que policías y militares han cambiado su sexo registral demuestran que la urgencia del legislador y el afán propagandístico en muchas ocasiones son contrarios al bien jurídico que se intenta proteger.
El feminismo debe reflexionar sobre el modo en que afronta el disenso y ampliar el foco sobre realidades no siempre visibilizadas como la maternidad. Tal y como expone hoy ABC, gran parte de las desigualdades que se imputan a la brecha entre géneros atañen exclusivamente a la maternidad.
Las madres son mujeres que se encuentran expuestas a una vulnerabilidad añadida y desafortunadamente en nuestro país son escasos los foros donde se expone sin prejuicios esta realidad. Es inaceptable que la decisión de ser madre pueda entrañar costes sociales, profesionales o económicos añadidos y ninguna mujer tendría que elegir entre su carrera profesional y la opción de tener hijos.
La ausencia de ayudas es una deuda histórica que España haría bien en saldar de forma urgente ya que el nuestro es uno de los países con menos protección a la maternidad y al fomento de la natalidad.
La utilidad de las políticas públicas ha de evaluarse siempre con datos y existen indicadores que demuestran que en los últimos años el avance de los derechos de las mujeres se ha desacelerado, cuando no ha sufrido un visible retroceso.
El número de mujeres asesinadas o la percepción del feminismo entre los más jóvenes demuestran que una mayor inversión económica o un mayor volumen en los mensajes no entrañan, necesariamente, un mayor éxito ni una mejor eficacia.
El feminismo hegemónico debe huir de la hostilidad deliberativa y acoger con respeto algunas voces críticas que con el tiempo, por cierto, han demostrado ser perfectamente lúcidas.
ABC