Como ideología política, el socialcomunismo es un rotundo fracaso histórico, salvo que se considere el ejercicio sistemático del engaño y del crimen como triunfo. Mentiras sostenidas y extensas, corrupción endémica y millones de víctimas, desaparecidas o ejecutadas, constituyen las señas de identidad de una doctrina tenebrosa, nacida sólo para saciar la sed de venganza de una parte de la humanidad alimentada por el resentimiento más feroz contra todo lo que de digno tiene la vida, es decir, contra la verdad, la nobleza, la abnegación, la libertad…
Mas, paradójicamente, para justificar el odio que late en las entrañas de su ideario, facilitando así su puesta en práctica, el rojerío se autoblanquea alegando ser universalmente inocente de todos sus delitos, de todas sus consignas, de todos sus errores sociales, económicos e intelectuales.
La determinación de sus incapacidades, de sus inquinas, de sus deformidades siempre acaba atribuyéndolas al exterior. Son los otros los malos. Son los otros, los que denuncian y se oponen al crimen, los culpables de todos los desastres que acaecen y han acaecido a lo largo de la historia. Y los socialcomunistas impostores surgieron precisamente para eliminar esa injusticia.
Por consiguiente, la culpa siempre ha de localizarse extramuros de la secta roja, que sobrevive amparada en una pompa justificativa y lacrimosa, en un nimbo victimista y sacrificial. Da lo mismo que esa historia que ellos quieren adulterar les arroje a la cara una y otra vez las violencias y demás abominaciones cometidas; da lo mismo, porque, inasequibles a la realidad, borrarán las crónicas y regresarán a sus fantasías embrionarias de la mano de la impertinencia, de la mentira y de la demagogia.
Da lo mismo que sean socios de terroristas, y que vayan siempre de la mano con la peor compañía moral y política posible, en abierta contradicción con su relato democrático y de progreso. Da lo mismo que no dejen de arruinar siempre todo lo que administran, que no puedan evitar el rechazo innato a la bandera, a las tradiciones, al idioma de la patria y a la patria misma.
Todas esas obscenidades las justificarán por la confabulación ecuménica de sus enemigos, a los que etiquetan de múltiples formas de acuerdo con la ocasión y con la conveniencia, sin importar la afinidad o sensatez de la comparación.
El caso es regresar al útero materno, a la genética originaria, donde se hallan calentitos y a salvo de molestas realidades. Algo que logran mediante un continuo e irresponsable reflujo doctrinario y político que se va prolongando a través de sucesivas generaciones, anestesiadas ab initio con el objetivo de mantener viva y sin sobresaltos la llama de la malevolencia.
Pero estos descamisados reos de sangre ajena no sólo tratan de cebar esta simbólica llama, que es más bien una gigantesca hoguera, también procuran nutrir la falacia de su inmolación en favor del pueblo y en nombre de la lucha social, así como perseverar en la insidia de transferir a los oponentes las catástrofes que ellos mismos crearon.
El caso es que esta persistencia en la maldad, esta estrategia autoexculpatoria y victimista, esta proclamación del Mal como vulnerable ante el Bien, es uno de los pilares en los que se fundamenta la perduración de la doctrina liberticida, y la que mantiene a la sociedad que la padece en un retraso y un malestar permanente.
Es esta convivencia, este prontuario de lamentones, este alquiler de plañideras andándose de sede en sede, de tertulia en tertulia y de plató en plató, como antes los mendigos y pordioseros iban de iglesia en iglesia y de casa en casa, lo que crea angustia social y ruina moral y económica.
Porque de lo que se trata es de mover los ánimos de su reata de sectarios y de dar guiones a sus togados, bien mediante las lágrimas o los ultrajes. Y así, afeitando la llaga todas las noches para tenerla bien fresca al día siguiente, y con la licencia de pobrecitos y vulnerables cosida a la gorra, pueden proseguir la comedia y dedicarse a lo suyo, que es no dejar de fomentar la miseria ni de limpiar la caja del común, trincando por sistema lo que hallan más a mano.
Como cualquier doctrina racional explica y cualquier persona razonable entiende, el lobo carnicero no puede dar quejas del manso cordero, ni el rufián vulnerador puede ser vulnerable ante su perjudicado.
Pero es que el socialcomunismo no es racional ni razonable, sino una deformación que nace en las almas más retorcidas y oscuras de los seres humanos. Lo terrible es que estas almas contrahechas se cuentan por millones y han encontrado un refugio ideal en el ideario socialcomunista.
Por eso no es extraño que siendo esta doctrina -y sus bifurcaciones- la guarida de los canallas, se desentiendan de toda capacidad autocrítica para poder presumir así de superioridad moral sobre el resto de las ideologías.
La perseverancia de estas almas en el error no se debe, pues, a un mal cálculo político o administrativo, sino a un impulso inercial debido a su índole. No se equivocan creyendo ir en busca del bien. Al contrario, yerran a propósito buscando el mal, conscientes de que su afirmación personal pasa por la creación de la catástrofe, por la ruina de lo puro y noble.
Saben, gracias a su maléfica idiosincrasia, que sus ineptitudes y engaños conducen directamente a la devastación; que su democracia es tiranía y que su progreso es regreso. Su objetivo es destruir, pero han de blanquear esa anhelada desolación envolviéndola en blando y equívoco lenguaje. Porque el diablo siempre se ha hecho pasar por santo para más fácilmente llenar de imbéciles sus hornos.
El problema de España, hoy, no sólo consiste en que está regida por esta sádica y totalitaria doctrina, que habiendo secuestrado todas las instituciones las maneja con férreo control. No. El problema, tal vez más grave, es que a los millones de diablos hay que sumar los millones de sandios que se están tomando el infierno a broma, y que saludan complacidos a sus vecinos Cienllamas, esos que, sonrientes, llevan años haciéndoles la cama, es decir, preparándoles los fuegos luciferinos.
El problema es que, ante esta religión turbia, generadora de asechanzas, propagadora de calumnias y ejercitadora de envidias y codicias, muchos millones de despistados siguen creyendo que el socialcomunismo es sólo un eslogan, y se están dejando conducir a las calderas de Pedro Botero.
De ahí que, al no encontrar oposición popular, ese inframundo irracional que no deja de alimentar el fuego de sus hornos, pueda sustentar de manera impostada y gratuita una increíble superioridad moral.
Y, en consecuencia, que el criminal no tenga empacho de hacerse pasar por víctima, la hiena por paloma, ni el sacrificador por mártir.
Jesús Aguilar Molina (ÑTV España)