El Consejo de la Paz noruego ha decidido este año no organizar la tradicional procesión con antorchas en Oslo, ese desfile simbólico que desde 1954 ilumina el espíritu del Premio Nobel de la Paz. ¿El motivo? Un arrebato de coherencia selectiva, ya que la premiada ha sido la venezolana María Corina Machado, no encaja en su molde ideológico. ¡Horror! Una opositora al régimen chavista… ¡Qué escándalo!
Resulta curioso, por no decir tragicómico, que los autoproclamados guardianes de la tolerancia y la democracia se iluminen solo cuando el premiado brilla del lado “correcto” del espectro político. Si la antorcha simbolizaba la luz de la paz, ahora parece depender del color de la mecha.
Porque uno se pregunta: ¿dónde estaba su repentina sensibilidad ética cuando el galardón cayó en manos de Henry Kissinger, padre de algunas de las operaciones más “pacíficas” de la Guerra Fría? ¿O cuando Yasser Arafat, un líder armado, subió al podio con sonrisa de diplomático? ¿O incluso cuando Barack Obama, recién estrenado en el cargo y antes de mover un dedo por la paz, ya recibía su Nobel por anticipación profética?
Pero claro, eso no escandalizaba. Ahí sí hubo antorchas, abrazos, discursos, selfies y mucho “paz y amor”. Nadie recordó entonces que la paz, cuando se convierte en instrumento ideológico, deja de ser universal para volverse patrimonio de unos pocos con carnet de pureza moral.
El fariseísmo de izquierda, ese que se autoproclama paladín de los derechos humanos mientras calla ante dictaduras amigas, vuelve a mostrar su verdadero rostro, el de quien predica la inclusión pero practica la censura selectiva.
En definitiva, parece que el fuego de las antorchas no se apagó por convicción… sino por vergüenza.
Y es que, cuando la paz se mide por afinidad política, la antorcha deja de alumbrar y empieza a chamuscar conciencias. La pregunta del millón es :¿Qué hubiera pasado si el premiado hubiera sido Donald Trump?
Salva Cerezo