El universo de perversión lingüística dentro del cual vivimos se ha difundido por Occidente gracias a las agendas globalistas y a sus instrumentos mediáticos, porque todo lo bajo se ha levantado siempre ferozmente orgulloso de su casta luciferina o populista. La fría mentira de unos, el atropello verbal de otros, pugnan por invadir absolutamente a las masas, gracias a los genios colectivizados encargados de gestionar la mediocridad acumulada.

Contra tal Sistema y contra los instalados en él, aquel escritor, aquel intelectual, aquel ciudadano había jurado no ofrecer sus alabanzas a quien no las mereciera, ni elogiar por vil adulación al más principal magnate, ni al más encumbrado político, ni a la plebe embrutecida, bajo pena, si lo hacía, de que se lo pagaran con ingratitud.

Se consideraría indigno si, cuando su conciencia le ordenaba vivir buscando la sabiduría y examinándose a sí mismo y a sus semejantes, le sobreviniera entonces el miedo al ostracismo y al rechazo, o a la muerte, o a cualquier otra cosa, y abandonase su camino.

Aquel resistente, sometido a su conciencia y ligado a la palabra verdadera, era desechado, por supuesto, en todos los cenáculos, en todas las redacciones y en todas las editoriales al uso. Por eso no podía ni quería retractarse de ninguna de sus denuncias a dicho Sistema.

Sabía que hacer algo contrario a la conciencia y a la verdad no es digno ni prudente. Como sabía también que, a veces, el escritor, sin dejar de serlo, es decir, sin olvidar ni a la literatura ni sobre todo a la verdad, debe convertirse en agitador patriótico.

El caso es que ya hace tiempo que la Academia de la Lengua no suele acopiar sabios, sino más bien migajeros, filenos e incluso gurruminos, con lo cual también vamos teniendo cada día un diccionario más débil, conceptos o pensamientos más correctos. De modo que, para reencontrarnos con el idioma español fetén habrá que retroceder unas cuantas décadas o acudir a los clásicos de nuestro Siglo de Oro, si es que nos dejan, que ya de nada estamos seguros.

La palabra «democracia» es un ejemplo harto significativo, pues ha pasado a significar justamente lo contrario de lo que ha significado hasta ahora, quedando sólo como un instrumento dialéctico de chantaje institucional. O el binomio «idioma castellano» para referirse al «idioma español», una trampa dialéctica argüida por los separatistas y sus cómplices intelectuales y políticos, y aceptada por el interés sectario, la ignorancia o el buenismo social sin mayores ni menores discrepancias.

O el vocablo «migración», en vez de «inmigración», para que vayamos aceptando, tal vez, que lo que se proponen los amos de las agendas globalistas no es la llegada de unos miles de extranjeros a nuestra patria, sino de unas razas o unos pueblos enteros. Y con ejemplos así podríamos seguir hasta el infinito.

La política cultural de España es hoy la política del subsidio, del gorrón, del aprovechado o del holgazán, o de todos a la vez. Los 150 novelistas –intelectuales– de antaño que acudían a la bodeguiya de Felipe González o que se acogían bajo las faldas de Carmen Romero, se han convertido en ciento cincuenta mil, repartidos por asesorías y otros chollos culturales autonómicos, o por lóbis variopintos.

Ello sin contar con el provincianismo de los «cosmopolitas a la violeta», empeñados en ensalzar la lengua inglesa -o dialectos como el bable, el ribagorzano y otros etcéteras- a costa de postergar, desprestigiar o humillar a la honrosísima, universal y refulgente lengua de Cervantes.

Cuando hablan celebridades literarias y políticas, las personas prudentes sienten toda la distancia que les separa de ellas. Porque los políticos y los literatos de hogaño tienen la misma manera de hablar: una naturalidad impostada, una afectación pretenciosa o un populismo zafio. En estas tres patas suele descansar su ideal lingüístico.

En nuestra exasperada corrección de rebaño, y sobre la maquinaria de intereses ideológicos y oligárquicos, lo que impera son las palabras distorsionadas y multiuso, de ambigüedad disuasiva o persuasiva, a conveniencia del manipulador mediático de turno. Los habladores y los escribidores hacen el juego de las grandes frases y fórmulas, destinadas a empaquetar en ellas la realidad, hipnotizándonos a todos en el juego.

En cuanto al presente y sobre todo al inmediato porvenir, los oportunistas mediáticos, políticos o literarios son incapaces de hacer nada recto y noble, ya que para ello sería necesario crear vida. Para ellos, la cultura -entendiendo ésta como cultivo y perfeccionamiento de las facultades espirituales humanas y no sólo como civilización externa- sigue siendo un valor que hay que desterrar de este mundo, amplificando por contra su valor de carácter relativo.

Y enviando, de paso, a la literatura y a su esencial verdad al vagón de los sobejos. Porque de los clásicos de los distintos tiempos y de las diversas literaturas y filosofías, e incluso del Evangelio, hay que hacer caso omiso, estar por encima de ellos.

Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)

Categorizado en:

Política,

Última Actualización: 13/06/2024

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