Las dimensiones de la tragedia provocada por la DANA que ha azotado la Comunidad de Valencia y algunas provincias de Castilla-La Mancha y Andalucía han sobrecogido a toda España. El balance de víctimas aún es provisional, pero el ya conocido es elocuente por sí solo de la brutal descarga de viento y lluvia, que en algunos puntos se acercó a los quinientos litros por metro cuadrado.

Las cifras de muertos y desaparecidos y las imágenes de pueblos, carreteras e infraestructuras arrasados nos remiten a tragedias naturales en otras latitudes del planeta. Por esto mismo, la solidaridad de los españoles con las familias de las víctimas y con los territorios devastados ha de traducirse urgentemente en un plan de ayudas públicas, efectivas y directas, que no se pierdan en laberintos burocráticos, ni sean solo eslóganes oportunistas. Las necesidades de los afectados son apremiantes y España debe responder como una sociedad bien armada de servicios públicos y con recursos materiales y financieros suficientes.

Esto es lo que demanda la situación, una acción coordinada entre los gobiernos central y autonómicos para facilitar la llegada inmediata de ayuda y, también, para una estrategia planificada estable y duradera que permita responder a fenómenos climáticos extremos.

España vive de nuevo una oportunidad para reaccionar de forma unitaria ante una tragedia nacional, aunque los primeros gestos políticos permiten prever que ni la destrucción masiva de pueblos e infraestructuras, ni las decenas de muertos y desaparecidos van a ser suficientes para abrir un paréntesis en la lucha partidista.

Este gravísimo episodio de una naturaleza incontrolable concierne a todas las administraciones públicas, porque ninguna queda al margen cuando los daños humanos y materiales son tan extensos y graves. Desde la Aemet a las cuencas hidrográficas, que dependen del Gobierno central, hasta los servicios autonómicos de Protección Civil y Emergencias de la administración valenciana, todos están emplazados a revisar el papel que han jugado.

Primero, reparar daños y atender víctimas. Luego, analizar el funcionamiento de los servicios de prevención, con la voluntad de corregir los errores que se pudieron cometer en la dilación de la alerta ante las dudas que surgen sobre la eficacia de la administración a la hora de detectar la alarma y comunicársela a la población. Se debe auditar esa respuesta.

Sin alarmismos medioambientales, es evidente que se repetirán fenómenos como este. Valencia ofrece su trágica experiencia en el sufrimiento por lluvias torrenciales: las inundaciones de 1957 o la rotura de la presa de Tous en 1982. Sin duda, las administraciones tendrán que asumir la obligación de dar un salto cualitativo en los sistemas de alerta a la población y en las infraestructuras de comunicación, para que sigan funcionando en condiciones extremas.
Es evidente también que la DANA sufrida se desarrolló de una forma especialmente destructiva, con un inusual encadenamiento de tormentas. Pero ya ha sucedido una primera vez y no hay excusa para no adaptar la capacidad de respuesta a las lecciones de la tragedia. Se pueden y se deben plantear iniciativas en ese sentido, como revisar los modelos de predicción climática o acometer intervenciones urbanísticas capaces de reducir el impacto de la naturaleza. La desviación del cauce del Turia es buen ejemplo de esto último.

También la sociedad ha de asumir su cuota de protagonismo con una nueva cultura de autoprotección frente a fenómenos climáticos extremos. Es necesario que los ciudadanos hagan caso a los avisos públicos de emergencias y no los ignoren como si fueran un exceso de prudencia o una prevención desproporcionada. Al Estado se le deben exigir medios, sistemas y procedimientos eficaces, pero el Estado no puede llegar siempre a tiempo, ni imponer a los ciudadanos un determinado sentido personal de corresponsabilidad.

ABC

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Humanidad,

Última Actualización: 31/10/2024

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