En 2000, José Luis Rodríguez Zapatero (Valladolid, 4 de agosto de 1960), fue elegido secretario general del Partido Socialista Obrero Español, imponiéndose, por nueve votos, a la candidatura de José Bono, experimentado político que había orbitado alrededor del mitificado Viejo Profesor.

El apenas conocido diputado vallisoletano, que se quería leonés, asumió el mando de una organización que se enfrentaba al Partido Popular de José María Aznar, pródigo en concesiones a ese Jordi Pujol que Salvador Illa trata ansiosamente de rehabilitar. Rodríguez Zapatero irrumpió en la escena política nacional revestido de las hagiografías de los periodistas orgánicos. 

Ante la opinión pública, el vallisoletano, apodado Bambi por poseer unas facciones delicadas coronadas por unas cejas circunflejas que contrastaban con el bigote aznariano que remitía a otros mostachos, venía a traer aires de cambio. Su quehacer, tal era la propaganda, consistía en una suave brisa, en un «cambio tranquilo» caracterizado por el talante conciliador, el diálogo y la búsqueda del consenso.

Junto a estos vocablos, en el contexto de la guerra de Irak: la paz. Una paz con tal cantidad de zetas, que llegaba hasta el turco, hasta la firma de una inoperante y kantiana Alianza de Civilizaciones. Cuatro años después de su elección, los atentados del 11M llevaron a la Moncloa a quien Rajoy calificó de «bobo solemne».

El tiempo ha pasado, pero Zapatero no ha perdido la solemnidad que le atribuyó el presidente gallego que un día fue sustituido por un bolso. No hay más que ver sus intervenciones en las campañas electorales de Sánchez para constatar que Zapatero sigue expeliendo bobadas que los asistentes aplauden boquiabiertos, abismados ante tal profundidad.

Sin embargo, antes incluso de su llegada la Presidencia del Gobierno, se vio que de Bambi, nada, que Zapatero no era, ni mucho menos, un asustadizo cervatillo asediado por derechistas lobos. Su acceso a la secretaría general del PSOE le llegó con 40 años, edad a la que un hombre que ha desarrollado su carrera en las moquetas de la política, no cabe atribuirle ingenuidad alguna. 

¿Acaso no sabía ZP el alcance de su aceptación del Estatuto «que venga de Cataluña»? La respuesta es evidente. Las consecuencias también lo eran. En aquellos días arrancó un proceso golpista apenas atenuado con todo tipo de concesiones por el actual inquilino de la Moncloa. Bien sabía Zapatero que su futuro, el de su empresa, dependía en gran medida de la cantidad de votos que aportara el PSC, hoy de nuevo en el poder para reimpulsar, con talante y susurros, el proceso.

Reelegido Presidente del Gobierno en 2008, Zapatero, incapaz de generar empleo, pese a la ocurrencia del Plan E, abarató el despido y prolongó la edad de jubilación, al tiempo que —«diálogo», lo llamaron— negociaba con el mundo etarra y aumentaba el número de tropas desplegadas en Afganistán.

El talante se desvaneció bruscamente cuando, obligado por Alemania y el BCE, tanto monta, impulsó una reforma exprés de la Constitución que fijaba por ley un tope de déficit. El paro rayaba en los cinco millones de españoles cuando ZP se desvaneció para reaparecer, tiempo después, vinculado a Nicolás Maduro.

Desde hace más de una década, el ex presidente español ocupa un destacado papel dentro del régimen venezolano. En ese hábitat, según se ha sabido recientemente, mostró hace cuatro años unos colmillos aún más afilados que sus cejas cuando, para presionar a Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, para que legitimara a Maduro, le dijo: «Tú no has visto mi peor cara».

Nunca fue Bambi.

Iván Vélez (La gaceta)

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Política,

Última Actualización: 30/09/2024

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