La intensidad de las reacciones de Pedro Sánchez y su Gobierno contra la corrupción es inversamente proporcional a la relevancia política de las personas implicadas. Con José Luis Ábalos, un político ya amortizado pero que fue capital en el ascenso de Sánchez a la Secretaría General del PSOE, se intentó proyectar una imagen ejemplar y se le exigió la entrega del acta de diputado imaginando, erróneamente, que supondría menor desgaste.
Sin embargo, cuando el caso Koldo ha salpicado a personas principales para el sostén de la legislatura como Francina Armengol o de gran protagonismo en el Ejecutivo y en el entramado orgánico del PSOE, como María Jesús Montero, el presidente del Gobierno está intentando ganar minutos a la espera de que no siga aflorando información comprometedora que ya alcanza, incluso, a su mujer.
A pesar del intento un tanto burdo, el avance de las investigaciones judiciales y periodísticas corre en su contra y la parálisis de un presidente que parecía abonado a la acción se hace ahora casi extravagante.
En lo que atañe a la vicepresidenta primera, la persona con más poder político en el PSOE desde Alfonso Guerra, el Ministerio de Hacienda no ha podido por menos que reconocer la existencia de la auditoría que advertía de las irregularidades señaladas ayer por este periódico.
La falta de publicidad del contrato, el retraso con el que se comunicó al Consejo de Ministros o el insólito contacto con la empresa Soluciones de Gestión constituyen una prueba indiciaria de una gestión deliberadamente negligente que exigiría explicaciones por parte de la vicepresidenta.
Las irregularidades fueron detectadas y oportunamente comunicadas por la IGAE, pero la trama corrupta no encontró ningún obstáculo en el curso de su acción delictiva. La misma dignididad que María Jesús Montero impostó cuando presionaban a José Luis Ábalos -«yo sé lo que yo haría»- debería practicarla ahora en primera persona.
Tanto la situación de Montero como la de Armengol comienzan a ser críticas. Sin embargo, Pedro Sánchez ha optado por no exigir ninguna responsabilidad, lo que dada la estructura jerárquica del Gobierno empieza a comprometerle en primera persona. La evidente debilidad del presidente hace que cualquier movimiento pueda parecer arriesgado.
Las sospechas que rodean a Armengol y Montero, lejos de cesar, se hacen cada vez más evidentes y es competencia del presidente exigir que los cargos que dependen de su designación directa rindan cuentas ante la ciudadanía.
La huida hacia adelante en esta ocasión no parece surtir efecto y si las personas implicadas no empiezan a asumir responsabilidad, existe un riesgo evidente de que acabe siendo todo el Ejecutivo el que acabe salpicado por una trama que no deja de crecer.
ABC