El derbi madrileño en el estadio Metropolitano volvió a convertirse en un espectáculo vergonzoso e indigno. Todos los temores estaban concentrados en Vinicius, estrella del Real Madrid que ha sido objeto de insultos racistas en ese recinto deportivo al menos desde 2022, pero los exaltados acabaron volcando su rabia contra Thibaut Courtois, portero madridista, antaño héroe de esa misma grada cuando fue campeón de Liga con el Atlético.
Una lluvia de objetos sobre su portería obligó al árbitro a suspender el partido y recluir a los equipos en los vestuarios durante quince minutos, hasta que el público se sosegó.
Que este encuentro, que debería ser una fiesta del mejor fútbol madrileño, se haya convertido en los últimos años en un dolor de cabeza es responsabilidad de un Atlético de Madrid que no quiere o no se atreve a expulsar al Frente Atlético del Metropolitano.
El grupo tiene suficientes antecedentes violentos y hasta delictivos (ahí están los tristes episodios que acabaron con la vida del donostiarra Aitor Zabaleta o el deportivista Jimmy) como para que ya hubiese sido formalmente disuelto y desterrado del campo.
Miguel Ángel Gil, el propietario del club, lo prometió hace tiempo, pero finalmente nunca ha dado el paso que sí dieron, pese a las amenazas y al riesgo físico personal, Florentino Pérez con los Ultras Sur del Real Madrid y Joan Laporta con los Boixos Nois del Barcelona.
Las Fuerzas de Seguridad y las instituciones también están llamadas a ayudar o intervenir. Ellos también saben o pueden identificar a los ultras, pero no actúan cuando se producen sucesos vandálicos con la excusa de que desembocarían en altercados mayores, una coartada que alimenta la sensación de impunidad de los violentos.
Es verdad que el Frente Atlético lo forman más hinchas que los que provocan los incidentes, pero la disolución del grupo, o su prohibición, aparece como un primer paso imprescindible para erradicar la violencia de los estadios.
ABC