Poco ha durado el optimismo en el PSOE tras confirmarse la continuidad de Pedro Sánchez. El amago de dimisión fingido elevó las pulsaciones del país y de su partido hasta un punto de no retorno, lo que ha obligado al presidente del Gobierno a exacerbar una forma de liderazgo basada más en el temor que en la confianza.
Desde que fuera nombrado secretario general por segunda vez en 2017, ha ido quebrando no pocos consensos implícitos de la cultura política del PSOE. La ley de amnistía, la naturalización de Bildu como socio parlamentario o la rebaja de las penas de delitos de corrupción como la malversación fueron hitos que exigieron un acto de fe ciega por parte de las bases y de los barones territoriales.
Hasta la semana pasada, Sánchez fue capaz de concitar adhesiones razonablemente sólidas, a pesar de haber ido perdiendo crédito electoral. Pero la teatralidad con la que gestionó su amago de dimisión y su posterior enmienda han generado un desconcierto inédito tanto en Ferraz como entre algunos de sus ministros. Ha quedado diáfano su intento de manipular a la opinión pública, antes y después de su decisión, sobre todo gracias a los detalles que él mismo ha proporcionado en diversas entrevistas.
La apuesta histriónica de Sánchez ha abonado las dudas en torno a su credibilidad entre sus propios compañeros de partido. El Comité Federal celebrado el pasado sábado fue concebido como una suerte de funeral catártico en el que pudieron atisbarse las intenciones sucesorias de algunos y, sobre todo, permitió constatar la falta de contrapesos y liderazgos alternativos.
La momentánea ausencia del líder generó una expectativa difícilmente reversible que, tras un aparente sosiego momentáneo, está dejando aflorar una creciente falta de estabilidad y no poca desconfianza.
El presidente no sólo condenó al país a cinco días de incertidumbre, sino que sus compañeros han sentido en carne propia cómo la voluntad personalista del secretario general del PSOE se ha impuesto sobre los propios equilibrios internos.
Según pasan los días, lo que algunos intentaron proyectar como la enésima jugada maestra del presidente empieza a demostrarse como un acto fallido. Las maneras populistas y las expresiones de caudillaje orgánico lejos de evidenciar autoridad alguna parecen ser el signo de una debilidad cada vez más difícil de disimular.
Sánchez podría haber dimitido con una coartada difícil de creer, pero asumible para sus más afines. Sin embargo, con su inesperada continuidad desprovista de explicaciones se ha obligado a sí mismo a llevar hasta las últimas consecuencias los rasgos más extremos de su personalidad política.
Una personalidad cada vez más difícil de legitimarse incluso entre sus próximos.
ABC