El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha vuelto a acreditar su sumisión al Gobierno negándose a convocar al Consejo Fiscal y a emitir un dictamen jurídico sobre la ley de amnistía para que el Senado contase con la opinión del Ministerio Público. García Ortiz se ampara en que no tiene obligación legal de emitir ese informe e invoca el artículo 14 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, que le permite formar criterio sobre «proyectos de ley o normas reglamentarias que afectan a la estructura, organización y funciones del Ministerio Fiscal».

En efecto, la amnistía se tramita como proposición de ley y no como proyecto, pero semejante formalismo es solo una cortina de humo que el fiscal general pone como excusa para justificar su oportuno ejercicio de escapismo.

Si la Fiscalía opina sobre reformas muy relevantes de fondo político y jurídico evidente, o con afectación directa a los derechos de las personas, como la de la sedición, la malversación o las agresiones sexuales en la ‘ley del sí es sí’, argüir que no tiene por qué decantarse sobre la amnistía por un escrúpulo de legalismo tan impostado suena a coartada sin demasiado fundamento.

García Ortiz se aferra a la letra de la ley –el espíritu es interpretable, como por cierto vienen haciendo constantemente las terminales judiciales del PSOE a favor de obra–, pero su dejación no es sino un desprecio al principio de lealtad y colaboración que debe regir entre los poderes del Estado. En realidad, es una coartada jurídica para evitar una consecuencia política.

Pero además es un problema de estética y cortesía institucional, de respeto a las Cortes como sede de la soberanía nacional, y de sumisión a La Moncloa. García Ortiz vuelve a hacer buenas aquellas espontáneas palabras de Pedro Sánchez: «¿De quién depende la Fiscalía? Pues ya está».

Este fiscal general tiene ya tras de sí una amplia hoja de servicios conforme a los intereses del Gobierno. Y resulta paradójico que se comporte de forma tan pulcra y rigurosa con el artículo 14 del Estatuto y, al contrario, de forma tan sospechosamente comprensiva con todas y cada una de las reformas penales y procesales que favorecen al independentismo, incluida ahora la redefinición del terrorismo.

Nunca hasta ahora un fiscal general había sido sancionado por el Tribunal Supremo por «desviación de poder» en el nombramiento de amigos, como fue el caso de Dolores Delgado para auparla a la cúpula de la carrera fiscal. Y la Fiscalía del Tribunal Constitucional nunca había renunciado tanto a su autonomía como ahora para emitir informes que la inmensa mayoría de las veces coinciden con las votaciones ganadoras de los magistrados afines al Ejecutivo.

Pero es que además, el desdén de García Ortiz no es sólo hacia el Senado. Lo es también hacia su propia carrera. La Asociación de Fiscales le ha censurado que ocultase al Consejo Fiscal la carta del presidente del Senado pidiendo ese dictamen, y que ni siquiera haya abierto un debate tan jurídicamente sensible como el de la amnistía en el órgano más representativo de la carrera.
Al margen queda como argumento el criterio técnico, perfectamente defendible, de dos asociaciones de fiscales, favorables a la lógica de emitir un informe sobre la amnistía. García Ortiz puede esconderse en un porqué legal, pero hace un flaco favor a su función de servicio público a los españoles.
La pregunta no es si tiene obligación legal de opinar, sino qué tiene que ocultar y por qué rechaza pronunciarse si, como sostienen el Gobierno y la mayoría parlamentaria, la amnistía es perfectamente constitucional y ajustada a los parámetros de legalidad europea. Cosas de la obediencia.
ABC

 

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Última Actualización: 13/06/2024

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