Entre todas las catástrofes que viene sufriendo la sociedad española, la peor y la más indignante es su indiferencia o su resignación a la hora de padecerlas. Es una sociedad inerte, devastada por el nauseabundo antifranquismo sociológico, cuya rendición se remonta a los comienzos de la aciaga Transición con el señuelo de la apertura, y a la que el hedonismo subsiguiente la despojó de su soberanía individual y colectiva.
El socialismo y sus cómplices la han educado en la abyección más servil, enseñándola y convenciéndola de que el perenne callar ante los permanentes desafueros de sus dirigentes, que han de llevarla a su debacle, es democracia. Los ciudadanos callan ante la apropiación partidocrática del Estado, ante las abominaciones gubernamentales, ante las contradicciones y ante los opulentos privilegios del poder, porque les han inculcado que estamos en una democracia, y eso todo lo tapa.
Formar parte de una democracia tan guay como la nuestra es algo lenitivo, balsámico; de ahí que los de a pie no rechisten ante las totalitarias leyes que arrebatan la libertad y la dignidad humana, o ante las deslealtades, incumplimientos y perjurios de los políticos y oligarcas. Porque son unos ciudadanos demócratas; no franquistas, ni fascistas. Y por la misma razón callan también ante los genocidios víricos y las dejadeces y deficiencias hospitalarias, causantes de una mortandad que se dispara día a día misteriosamente.
Pertenecer a la España socialista, sicaria del Occidente Globalista y forjadora de una modélica democracia, obliga así mismo a los españoles a callar ante los atropellos de las multinacionales de la energía, de la telefonía y de los seguros, esas empresas que, además de no resolverte, como te prometieron y debían, los problemas surgidos en su momento, no dejan de violentar tu intimidad agobiándote con cartas o llamadas telefónicas, ofreciéndote la atención y los productos que, en su día, cuando te tenían bajo contrato, te negaron.
Pero este pueblo que vota, vota y vuelve a votar a quienes le esquilman y desprecian en todos los aspectos, al mismo tiempo que acepta la vulneración de su derecho a la intimidad o su derecho a recibir las prestaciones e impuestos que paga, también, y eso es mucho más grave, calla ante la pervertidora sexualización de la infancia, ante la tiránica cultura LGTBI, ante la pederastia promovida por las elites, ante el asalto impune de nuestras fronteras, ante los excesos de la inmigración ilegal y ante el terrorismo autóctono e importado. Porque es un pueblo demócrata, es decir, emasculado.
Un pueblo que, ungido por el agua bendita de la democracia capitalsocialista que nos hemos dado, parece estar persuadido de que sus gobernantes, aparte de demócratas, son acatadores fervientes de la Constitución. De ese modo, los socialistas, sus aliados y sus cómplices, es decir, el antifranquismo al completo, incluidos los peperos, ha forjado a su imagen y semejanza, una sociedad ignorante, materialista, insolidaria y profundamente corrupta, incapaz, por tanto, de acudir a la rebeldía civil y a la insumisión fiscal. Únicas opciones que le quedan frente a un Estado patrimonializado por dichos demócratas, que le están usurpando la voluntad, la moral e incluso la vida.
Esta sociedad española, que asiste impávida e inerme a casi cincuenta años de depredación y crimen, a veces se conmueve por pequeños casos de pillaje o por anecdotarios frívolos que llegan de las alturas o de la gente guapa. Lava así su conciencia. Cien años de honradez, el sacrificio por el pueblo obrero, la democracia y la solidaridad, son sarcasmos que la sociedad admite sin cuestionamiento alguno. Los ladrones, los estafadores, los chantajistas, los aprovechados, los demócratas, son sus elegidos. Y sus reelegidos.
La sociedad española, pues, no entiende ni quiere saber de dignidad, de ética ni de honradez. Y no le importa ni valora su libertad. La sociedad española idolatra a los mentirosos que llegaron con vestiduras de pana, a los tramposos que descubrieron el Mediterráneo de las incompatibilidades, de los horarios puntuales en la función pública, de los justos impuestos; a los truhanes que iban a acabar con el nepotismo, con los comisionistas y con el tráfico de influencias; a los pacifistas que odiaban las guerras y amaban la paz; a los dialogantes, a los abnegados, a los amables ciudadanos que saludaban con el puño en alto, un puño cerrado para impedir que se desparramaran los despojos conseguidos tras una metódica depredación del país a tiempo completo.
A la sociedad española la han engañado con alevosía, premeditación, ventaja, escarnio y traición. Tal vez lo sepa, pero no lo quiere saber. Y no lo quiere saber porque eso le haría tan culpable como sus engañadores. No quiere saber que, éstos, ni son honrados, ni talentosos, ni solidarios, ni espiritualmente españoles; al contrario, son delincuentes, ventajeros, prevaricadores y odian a su patria.
Dirigentes y gentío, sin embargo, son de suyo suspicaces y se miran de reojo; la mezquindad de ambos se ha hecho patente, pero mantienen una entente de obligado pragmatismo para que el escenario no se venga abajo y se descubra el enredo de la tragicomedia. El abyecto pacto no escrito contra los espíritus libres y contra la patria.
Entre ellos no existe nada parecido a la moral. La ética es para ambos una cuestión de apaño psicológico. Un engaño más sobre la enorme montaña de engaños que ha mantenido enhiestos a los protagonistas y a sus electores. La nueva clase política, pues, ha ido de la mano con la nueva sociedad, castrada, como digo, por el antifranquismo sociológico. Todo ello conforma el cenagal de la nefasta Transición, cuyo principal interés histórico consiste en -desde sus inicios- haber incrustado a los enemigos de España en la estructura del Estado.
Lo peor no es que los socialistas y obreros y españoles se hayan transformado en esnobs acaudalados y en oligarcas sin nobleza ni aristocracia moral, lo peor, lo terrible, es que han ejercido de caballo de Troya para destruir a la patria. Y que la sociedad española se lo ha permitido. Y que, de nuevo, si La Providencia no lo remedia, se apresta a reelegirlos
Así pues, la repugnante casta política, un revival de las peores sombras y crónicas de la historia universal, se ha aunado con una sociedad trazada a imagen y semejanza por el corrupto cuerpo gobernante.
Los más grandes traidores de la historia, los más hábiles felones, los envidian; los más torcidos electores, los mantienen y engordan.
Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)