La maldad es siempre estúpida. La bajeza moral florece allí donde ha desertado el espíritu. El vicio es fruto de la ignorancia. La perversión, los bajos instintos, son el producto de un alma retorcida y sucia.
Cuando los escasos ciudadanos discretos conocen y sufren los hábitos y las leyes promulgadas por los monstruos descerebrados que dirigen la patria, no pueden evitar que se les quede cara de que les deben y no les pagan. Estos despreciables corrompidos que, para deshonra de muchos electores, se han aupado a las tribunas del poder, lo mismo ponen el grito en el cielo porque los gallos montan a las gallinas, que promulgan leyes a favor de la zoofilia, para poder montarlas ellos a su vez impunemente. Su degeneración no tiene límites. Ni su incongruencia.
Con anterioridad han normalizado la pedofilia, la perversexualidad infantil, la amputación de órganos sexuales, el aborto, o han facilitado la vida a los violadores y a todo tipo de psicópatas entregados a los apetitos genésicos. Y de paso han roto todos los espejos que podían reflejar su podredumbre, desfigurando la historia. Aquí, cada cual, entre conductores y asimilados, representa el papel de canalla admirablemente.
Estos tarados malignos que tiranizan a la ciudadanía y que, al parecer, representan a una mayoría de ella, recuerdan a cuando Locomotoro, vencido bajo el capitán Tan, le decía a éste: «¿Te rindes?», y Tan le respondía: «Sí». Porque la actualidad ha devenido en una ridícula -y terrible- astracanada entre electores y elegidos, en un inacabable diálogo para miserables y besugos. Sin duda, los adictos al socialcomunismo, aparte de su extraviada naturaleza, tienen la más disparatada lógica de Groucho Marx, pero tiznada de atroz perversión.
Aunque las distintas razas y las precedentes generaciones han ido venciendo lentamente al hambre y al frío, no han sido capaces de vencer nunca al mal, que es propio de la humanidad, ese mal extraño hecho de necesidad y saciedad, de impaciencia y hastío.
Un mal que, en la España de hoy, se halla repleto, sobre todo, de satánicos instintos. Porque la megalomanía, el narcisismo, el interés codicioso, la perversión, la patología, la ignorancia… son aciagos si se instalan en gentes con responsabilidades, que deciden sobre la forma de vida de los ciudadanos.
Si la inteligencia pudiera crearse y ponerse en el hombre, muchos y grandes sueldos cobrarían los que supieran hacerlo; los políticos españoles, más la horda de sus asesores y clientes, gracias a sus sinecuras, serían los primeros en comprar la fórmula y hacerse con su exclusiva, y jamás de unos padres tontos heredarían sus hijos la nesciencia.
Pero como lo que la naturaleza no da, Salamanca no otorga, seguiremos contando con una casta política mentalmente raquítica, extraviada; elegida por raquíticos e indiferentes, no lo olvidemos. Y lo mismo que sobre la inteligencia y la sandez, podemos decir sobre la bondad y la maldad.
Pues jamás, por mucho que lo enseñes, harás bueno a un ser humano malo. No se puede dialogar con ellos, ni tratar de educarlos. Sólo queda cortarles la cabeza -políticamente- y después quemarla para que no crezca.
El caso es que, con absoluta impunidad, esta horda de engendros está remendando los desgarros de sus morbosidades y complejos a costa de los pecheros en particular y de sus semejantes en general.
Si el orden es un concepto que alude a la armonía y a la belleza, y la autoridad tiene un significado moral, ellos, como no podía ser menos, los han suplantado por el ordenancismo, que es una realidad de índole punitiva, y por el desafuero. Un ordenancismo disciplinante y un desafuero que desembocan siempre en la pasión totalitaria. Es con esa pasión perturbada con la que se refocilan en destrozar la vida de su prójimo.
Y lo asombroso, lo espeluznante, es que el votante español traga. ¿Hasta cuándo?
Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)